"Todo vibra.
De repente, el aire se agita espasmódico y todo vibra alrededor. La mano, al final de un brazo tendido al infinito de una esperanza oscura, se retuerce por sorpresa y, a punto de quebrar sus huesos, se gira en busca de algo distinto. Inadvertidos y entre temblores, los dedos se apoyan en un muro de carne al que tan equivocadamente se cree insalvable, pero que no, nada parecido. Poco a poco y con la presión justa, el calor sanador de las puntas comienza a abrirse paso, a hundirse lentamente separando jirones, maquillándose de rojo, tiñendo el mundo de una sorpresa dolorosa. Sin pausa, cada vez más se hunde la mano en la carne, apartando hueso y piel. El muro no resistirá, pero ¿para qué? Preferimos ver ahí un agujero que impida guardar nada, que derrame todo lo que corre por el interior de ese gran pequeño muro.
Al final caerá.
De repente, el aire se agita espasmódico y todo vibra alrededor. La mano, al final de un brazo tendido al infinito de una esperanza oscura, se retuerce por sorpresa y, a punto de quebrar sus huesos, se gira en busca de algo distinto. Inadvertidos y entre temblores, los dedos se apoyan en un muro de carne al que tan equivocadamente se cree insalvable, pero que no, nada parecido. Poco a poco y con la presión justa, el calor sanador de las puntas comienza a abrirse paso, a hundirse lentamente separando jirones, maquillándose de rojo, tiñendo el mundo de una sorpresa dolorosa. Sin pausa, cada vez más se hunde la mano en la carne, apartando hueso y piel. El muro no resistirá, pero ¿para qué? Preferimos ver ahí un agujero que impida guardar nada, que derrame todo lo que corre por el interior de ese gran pequeño muro.
Al final caerá.
La mano, constante en su
asedio y afilada como incisivos nuevos, ya se hunde hasta la muñeca.
En ese preciso instante, los dedos emprenden una danza frenética que
rebusca en ese interior. A ciegas, a oscuras, a malas escudriñan
cada rincón del interior de la carne. El hueco se va haciendo más y
más grande, pero nada parecen encontrar los dedos, idos de toda
razón; continúan en su locura hacia más adentro, incansables en su
empeño. Se retuercen, se atraen, se abalanzan, huyen, muerden y
destrozan toda la cavidad de la que emana un fluir espeso y negro.
¿De dónde sale? Ese es el indicio que anima a seguir, que empuja en
la búsqueda del centro del que brota aquella viscosidad lacerante.
Más y más adentro, más dolor, más adentro, más...
Más y más adentro, más dolor, más adentro, más...
Al final, como todo
empeño que no entiende de obstáculos, los dedos atisban algo
importante con el extremo de sus yemas, lo acarician y toman
consciencia de repente de lo que hacen y dónde se encuentran.
Rápidos, apresan todos a una la masa informe de la que fluye todo
ese pringue oscuro, latiendo sin cesar. Frío, frío intenso congela
los dedos mientras estos no dejan de apretar. Parece que funciona,
que la masa se contrae y sufre. El líquido huye en pánico y la mano
monta en cólera. En un acceso de ira perfectamente justificada, la
mano pide al brazo que estire con todas sus fuerzas; los dedos,
cárcel de la cosa extraña y doliente, no consienten en dar tregua y
se aferran al centro del interior del muro.
Todos a una, todos a una y a extirpar lo que ahí se encuentra.
Todos a una, todos a una y a extirpar lo que ahí se encuentra.
En un instante, la mano
se encuentra fuera del muro, justo delante, latiendo de una ansiedad
inusitada. Apresada en el centro de su palma, una masa viscosa y
gris, brillante, chorrea entre las falanges, tensas y rígidas
apretando en un intento de contener esa masa extraña. Gotas y gotas
de una baba pegajosa caen entre los dedos y pringan el suelo,
fundiendo así roca, aire, tierra y carne —lo que sea— a su
paso. Pero la mano no ceja en su empeño y aprieta más y más sin
duda, como sin otro propósito vital.
Saldrá, todo saldrá y desaparecerá al instante.
Saldrá, todo saldrá y desaparecerá al instante.
Una explosión, como de
un globo lleno de agua al reventar, y la masa oscura e informe, el
gris y negro cambiante, estalla en un charco ácido que impregna
todo menos el alma. Gotas y salpicaduras comen tiempo y espacio, pero a
la vez cesan sus deseos de devorar lo que no es propio y así mueren
como agua inútil y destilada desde un profundo rincón. La masa se
diluye en el viento. Es justo entonces cuando aparece el olvido, de
fauces afiladas y ganas de roer. Un bocado, otro bocado hasta consumirlo todo y así quedará...
Nada.
Nada.
Se presenta de improviso
y, a dentellada limpia, desgarra el tejido de esa babosa ácida que
no hacía sino exudar los productos más negros que se puedan
imaginar. Un bocado y la oscuridad se hace entorno a la mano, ahora
vacía y quieta, calmada tras haber cumplido como debía. El olvido,
con estómago lleno y apetito saciado, se aleja tranquilo de nuevo a
su agujero, a ese rincón oscuro que abandona cuando lo tiene que
abandonar. Todo comido, tragado y digerido en un nunca que no
volverá.
Buen trabajo.
Buen trabajo.
Al final, justo antes de
que llegase la última noche antes del nuevo primer día, la mano
volvió a su sitio, colgando a la derecha, mientras el agujero negro
del muro se cerraba. De la oscuridad que albergaba, al final surgió
un haz de luz que, perdido en el cielo, no era otra cosa sino agradecimiento. El muro, antes contaminado, quedaba ahora restaurado
y limpio, seguro y tranquilo ante el hecho de haberse librado por fin
de esa masa informe que lo consumía e infectaba. Había
desaparecido en el olvido.
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