lunes, 9 de mayo de 2016

DENTRO DEL MURO

"Todo vibra.

De repente, el aire se agita espasmódico y todo vibra alrededor. La mano, al final de un brazo tendido al infinito de una esperanza oscura, se retuerce por sorpresa y, a punto de quebrar sus huesos, se gira en busca de algo distinto. Inadvertidos y entre temblores, los dedos se apoyan en un muro de carne al que tan equivocadamente se cree insalvable, pero que no, nada parecido. Poco a poco y con la presión justa, el calor sanador de las puntas comienza a abrirse paso, a hundirse lentamente separando jirones, maquillándose de rojo, tiñendo el mundo de una sorpresa dolorosa. Sin pausa, cada vez más se hunde la mano en la carne, apartando hueso y piel. El muro no resistirá, pero ¿para qué? Preferimos ver ahí un agujero que impida guardar nada, que derrame todo lo que corre por el interior de ese gran pequeño muro. 

Al final caerá.

La mano, constante en su asedio y afilada como incisivos nuevos, ya se hunde hasta la muñeca. En ese preciso instante, los dedos emprenden una danza frenética que rebusca en ese interior. A ciegas, a oscuras, a malas escudriñan cada rincón del interior de la carne. El hueco se va haciendo más y más grande, pero nada parecen encontrar los dedos, idos de toda razón; continúan en su locura hacia más adentro, incansables en su empeño. Se retuercen, se atraen, se abalanzan, huyen, muerden y destrozan toda la cavidad de la que emana un fluir espeso y negro. ¿De dónde sale? Ese es el indicio que anima a seguir, que empuja en la búsqueda del centro del que brota aquella viscosidad lacerante. 

Más y más adentro, más dolor, más adentro, más...

Al final, como todo empeño que no entiende de obstáculos, los dedos atisban algo importante con el extremo de sus yemas, lo acarician y toman consciencia de repente de lo que hacen y dónde se encuentran. Rápidos, apresan todos a una la masa informe de la que fluye todo ese pringue oscuro, latiendo sin cesar. Frío, frío intenso congela los dedos mientras estos no dejan de apretar. Parece que funciona, que la masa se contrae y sufre. El líquido huye en pánico y la mano monta en cólera. En un acceso de ira perfectamente justificada, la mano pide al brazo que estire con todas sus fuerzas; los dedos, cárcel de la cosa extraña y doliente, no consienten en dar tregua y se aferran al centro del interior del muro. 

Todos a una, todos a una y a extirpar lo que ahí se encuentra.

En un instante, la mano se encuentra fuera del muro, justo delante, latiendo de una ansiedad inusitada. Apresada en el centro de su palma, una masa viscosa y gris, brillante, chorrea entre las falanges, tensas y rígidas apretando en un intento de contener esa masa extraña. Gotas y gotas de una baba pegajosa caen entre los dedos y pringan el suelo, fundiendo así roca, aire, tierra y carne —lo que sea— a su paso. Pero la mano no ceja en su empeño y aprieta más y más sin duda, como sin otro propósito vital. 

Saldrá, todo saldrá y desaparecerá al instante.

Una explosión, como de un globo lleno de agua al reventar, y la masa oscura e informe, el gris y negro cambiante, estalla en un charco ácido que impregna todo menos el alma. Gotas y salpicaduras comen tiempo y espacio, pero a la vez cesan sus deseos de devorar lo que no es propio y así mueren como agua inútil y destilada desde un profundo rincón. La masa se diluye en el viento. Es justo entonces cuando aparece el olvido, de fauces afiladas y ganas de roer. Un bocado, otro bocado hasta consumirlo  todo y así quedará...

Nada.

Se presenta de improviso y, a dentellada limpia, desgarra el tejido de esa babosa ácida que no hacía sino exudar los productos más negros que se puedan imaginar. Un bocado y la oscuridad se hace entorno a la mano, ahora vacía y quieta, calmada tras haber cumplido como debía. El olvido, con estómago lleno y apetito saciado, se aleja tranquilo de nuevo a su agujero, a ese rincón oscuro que abandona cuando lo tiene que abandonar. Todo comido, tragado y digerido en un nunca que no volverá.

Buen trabajo.

Al final, justo antes de que llegase la última noche antes del nuevo primer día, la mano volvió a su sitio, colgando a la derecha, mientras el agujero negro del muro se cerraba. De la oscuridad que albergaba, al final surgió un haz de luz que, perdido en el cielo, no era otra cosa sino agradecimiento. El muro, antes contaminado, quedaba ahora restaurado y limpio, seguro y tranquilo ante el hecho de haberse librado por fin de esa masa informe que lo consumía e infectaba. Había desaparecido en el olvido.

El muro quedó, con esfuerzo, limpio de lo que lo raía por dentro."

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