"Cuando el árbol cayó,
nadie oyó el crujir de sus ramas y corteza al aterrizar con
violencia sobre el suelo. En mitad de un lugar perdido, únicamente
la soledad pareció ser consciente de lo ocurrido. Tras tanto tiempo
creciendo con vigor, la vida del gran árbol había llegado a su fin
con tal precipitación que nadie lo esperaba. Pronto había resultado
poco más que un tronco caído que no serviría más que para leña.
En aquel lugar escondido y precioso, el hueco que dejaba la copa
florecida de aquella planta se erguía hacia el cielo como un agujero
triste y oscuro, vencido por la fuerza de las nubes que, desde algún
tiempo atrás, arreciaban el valle y amenazaban con descargar todo lo
que tenían dentro.
Por otra parte, a pesar
de la soledad que se impuso como una niebla densa y oscura alrededor
de aquel árbol, un par de ojos fueron testigos del acontecimiento.
Mucho, mucho tiempo atrás, la dueña de aquella mirada color miel
encontró por casualidad un pequeño brote verde que pugnaba por
alcanzar un rayo de luz que lo alimentase. Fijos en esa ramita y
llenos de una ilusión inusitada, los ojos maravillados de aquella
chica no pudieron abandonar la diminuta planta. Había nacido y ella
la cuidaría para verla florecer. En aquel bosque, su bosque privado,
había aparecido algo que, por alguna razón desconocida, sacaría de
la chica lo más profundo. Y así fue que, entre delicados cuidados,
atenciones y sonrisas al contemplar la fuerza del árbol, éste
creció en aquel bosque interior, un árbol completamente distinto a
los demás. Día a día, la chica despistada se centraba en cuidarlo
y mantenerlo imponente, envidia del resto; así, día tras día, el
árbol se hacía más y más alto, más y más fuerte. De ahí que la
cuidadora pensase que la acompañaría toda la vida. Ni por asombro
llegó a prever la muerte prematura que amenazaba a aquel árbol y
que, en definitiva, acabaría con él. Pero así sucedió.
Nadie oyó la caída.
Nadie más aparte de aquella chica de ojos —en ese momento—
tristes. Ni tan siquiera la montaña, aquella tan alta que protegía
su valle, aquella a la que tanto quería y gracias a la sombra de la
cual el árbol había podido crecer fuerte y enorme. Dolía, aquello
dolía a la chica como pocas cosas. Le hacía daño tanta
indiferencia, como si de repente le diese la espalda y la dejase sola
con la muerte del árbol de los dos. Ella, que había dado todos sus
días porque creciera, porque fuese tan alto que llegase a la cima
del monte para que hasta él mismo pudiese apreciar los esfuerzos de
aquellos ojos dorados. Dolía enormemente, tanto que entonces fue el
momento en que llegaron los nubarrones. Una vez cubierto el cielo, la
luz de los ojos se apagó. Comenzó a llover, y tanto cayó que se
anegó el bosque interior, matando así todo lo que el agua
encontraba a su paso y, también, impidiendo que nunca nada pudiese
volver a nacer en aquel lugar. El bosque quedó desierto. Únicamente
la chica contemplaba el erial que había quedado. La montaña le daba
la espalda y se desentendía de toda relación con la muerte del
árbol. Aquello era increíble. No daba crédito, como si en lugar de
apreciar todo lo que había dado, la mole de roca imponente la
culpase a ella de la desgracia.
La oscuridad lo inundó
todo, el bosque al completo, y la chica decidió que era momento de
dejar las cosas como estaban, desmoronadas y a merced de la penumbra.
Huir, el único pensamiento que podía albergar: huir y desaparecer.
Todo aquello tenía que quedar atrás como fuese, tenía que acabar
en el olvido. Olvido, bendito remedio y tan difícil de alcanzar...
La chica partió y dejó atrás el bosque en busca de la nada, de un
vacío tal que tragase árbol y recuerdo de la montaña y del bosque.
Caminó y caminó sin ninguna dirección a la espera de aquel momento
en que, por fin, no pudiese recordar el porqué de su marcha. Así se
sucedieron las noches, un pie detrás del otro, arrastrando una
memoria inoportuna que no la dejaba en paz. Los días eran peores, bajo
el azote de un sol de invierno que, si bien la cegaba y le ocultaba
el mundo con su intenso resplandor, no calentaba la piel ya cubierta
con la escarcha de los años. Las huellas que dejaba tras de sí
terminaban borradas casi al instante por un viento inclemente y
cortante. Caminó y caminó, pero el árbol no desaparecería de sus
recuerdos: un tronco seco y caído que ya nada valía, tan cuidado
por ella y tan ignorado al mismo tiempo por quien tenía que
adorarlo... Decidió regresar.
Como un instinto sordo,
algo empujó a la vagabunda a volver a aquel bosque tan interior, tan
escondido, tan oscuro... tan muerto. Emprendió el viaje de vuelta,
decidida, y en apenas segundos sus ojos color miel se encontraban ya
frente al tronco. Sí, seguía inmóvil, inerte, dejado allí
en medio y rodeado de nada. La chica, en un acceso de rabia, de ira,
de rencor y de amor puro, todo junto, se arrodilló junto a él y, apoyando los brazos con el peso de la desesperación, rompió a
llorar por la muerte de lo más querido. Las lágrimas brotaron como
pequeños cristales brillantes y preciosos que se derramaron sobre el
tronco muerto y no cesaron durante una eternidad, una tan larga que
la montaña desapareció desgastada por el simple reflejo de aquellos
brillantes involuntarios que, en ese momento, cubrían todo el erial
del bosque.
La chica alzó la mirada
y contempló atónita el paisaje que la rodeaba. Arrodillada junto al
árbol, las estaciones habían pasado en un ritmo frenético y ahora
eran todo destellos y reflejos alrededor, por todas partes. Las
lágrimas se cortaron ante tal belleza. No podía ser así, sin
embargo... ¡Sí! Aquel era el verdadero paisaje del bosque interior:
tan brillante, tan precioso, tan lleno de luz... Lo había olvidado a
la sombra de aquella montaña a cuya falda creció un árbol
majestuoso que ahora yacía sin vida ante ella. Pero ya no estaba esa
mole de roca y la luz podía escamparse a su antojo por doquier,
reflejándose en la multitud de cristales preciosos que poblaban la
tierra. El único objeto que enturbiaba la estampa era el tronco seco
y en descomposición del árbol, que seguía ahí tirado como un
recuerdo de lo eterno. Pero ahí, justo entre dos trocitos de
corteza...
Los ojos dorados no
cabían en su asombro. Después de tantísimo tiempo, de tanto olvido
de por medio y de la aceptación de la muerte de lo más importante,
un pequeño brote del color de la miel se abría paso en busca de la
luz. Una vez más, sin darse cuenta, la mujer encontraba la vida que
volvía a aparecer, de una belleza arrebatadora. Crecía y no luchaba
por vivir, sino que parecía consciente ese brote de que la vida
misma era suya. Aquella ramita nacía, una nueva sobre los restos del
árbol anterior. Y esta vez crecería aún más fuere, más alto y
sin la sombra de nadie.
Los ojos dorados
sonrieron al fin, viendo el jardín de luz que ya casi habían
olvidado, conocedores de la decisión que tomó su dueña de no ver
aquella escena desaparecer jamás. Al fin todo volvía a su lugar;
la muerte, como buena seguidora de la vida, daba paso a una historia
nueva, a otra ilusión, a otro amor, a otro árbol precioso que, sin
razón alguna, nacía en el rincón más feliz de aquel bosque
interior."
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