miércoles, 8 de junio de 2016

LA MAYOR OBRA DE ARTE

"Como si todas las luces del mundo huyeran, los ojos del artista perdido quedaron a oscuras, incapaces de distinguir nada alrededor. Tan de súbito había sucedido todo que la sorpresa y el estupor bloquearon cualquier impulso nervioso que hubiese permitido que su cuerpo se moviese. Ni tan siquiera una sola brizna de aire era entonces capaz de percibir en aquella noche imprevista. Ya nada parecía tener sentido en el estudio que tantas horas había vivido y disfrutado. Como si el peso del mundo recayese sobre sus hombros, el pecho se encorvaba y obligaba a la vista a caer a los pies, inmóvil y ausente en una mueca vacía. Ante él, tendida en el suelo, yacía aquella a quien tanto había querido. El cuerpo sin vida de la mujer recordaba al artista que la razón de todo desaparecía a medida que lo hacía ella, lentamente desvaneciéndose ante los ojos idos del hombre. Tanto tiempo compartido quedaba olvidado en un lugar del que no regresaría. Tanta vida entregada y tanto todavía por compartir... Pero el cuerpo ya desaparecía, fundido en un capítulo pasado que se archivaba. El artista quedó a solas con su soledad, pensativo y atrapado en otra realidad más espesa, más hiriente, más incomprensible. Se deshizo el hilo del tiempo que lo mantenía a salvo en su cordura y con él se fue el último lazo que le impedía entrar en el mundo de la locura del que una vez escapó. Allí permaneció el artista ausente, perdido, dejado a la nada.

De repente, una luz cruzó la habitación, justo por delante del hombre. Incapaz de resistir, como accionado por un resorte invisible, el artista giró la cabeza con un espasmo tras el fogonazo. No había nada extraño en el estudio, pero sus ojos se abrían de par en par. En ese nuevo mundo de lazos cortados, aquella luz incandescente y fugaz no había dejado huella exterior alguna que demostrase su presencia: un reflejo, un brillo furtivo... Nada. Esa luz era muy distinta, venida de un rincón perdido de la vida, y había impactado en el hombre. Sin previo aviso, aquel rayo había penetrado en él, en el mismo centro de su plexo solar, y ahora corría por el interior de aquel cuerpo dejado de las manos del tiempo y a las fauces del olvido. Quemaba; quemaba la sensación a su paso y el interior del habitante del estudio se incendió. El calor abrasador que calcinaba lo que con él entraba en contacto fue la causa del espasmo que despertó al muerto en vida. Al tocar directamente el corazón, este había dado rienda suelta y golpeaba el interior del pecho con violencia. De la presión que generó, cada poro, cada célula del cuerpo despertó y comenzó a brillar, emanando luz como miles de estrellas naciendo. Pero el efecto de aquel calor no se limitaba a la resurrección del artista, a su vuelta de un mundo oscuro de fantasmas y soledad, sino que traía algo más.

El hombre, ahora brillando, se irguió y buscó algo con la vista, girando sobre sí mismo en frenesí. A un lado podía ver las pinturas que había realizado a lo largo de tantos años, amontonadas como recuerdos unos pegados con otros. Se detuvo una breve eternidad a observar aquellas imágenes del pasado. No podía volver; nunca más. Los tubos se secarían y así quedaría enterrada la pintura, sellada para no volver a ver la luz. Aquella afición había nacido para mejorar su mundo, para dar color a la oscuridad que decoraba su cielo interno. Y lo había conseguido, de forma que otro capítulo se cerraba en el libro de su historia.

Pero la irrefrenable decisión que el fogonazo había contagiado a cada rincón del cuerpo del artista obligó a este a girar de nuevo, escudriñando otra pared, en otro lado del estudio. Allí se alineaban cientos de fotografías. Recordó el momento en que aquello nació, esa sorpresa al contemplar lo que le rodeaba en la única compañía del chasquido de la cámara al tomar la instantánea. En verdad nadie hubo cerca en esa época, pero todo, absolutamente todo lo que sucedía a su alrededor parecía ocurrir por él mismo: destellos del sol entre las nubes; su reflejo en el rocío atrapado en una telaraña, volviéndola casi de cristal; algún escarabajo dorado y precioso que, en su simple hacer como escarabajo, ayudó al artista a comprender el sentido mismo de su vida con un simple “vive para vivir”. Eran recuerdos agradables, pero tampoco estaba allí lo que buscaba. Esas fotografías quedarían para recordarle lo aprendido, pero la cámara no volvería a disparar.
Los nervios empezaban a crisparse. La luz que le traspasara el pecho lo empujaba a mirar por todas partes sin encontrar nada de aparente utilidad. Únicamente las obras polvorientas de tantos años de curiosidad y necesidad de aprender y probar aparecían en los rincones, en las paredes hacia las que se giraba. ¿De qué le servía ahora ver todo lo que ya cumplió su cometido y había quedado en el pasado? Otro impulso brusco y volvió a buscar con la mirada entre el leve desorden del estudio, cada minuto más viejo.

Al fondo —y casi ya ni lo recordaba— , estaba el piano de cola de su padre. Sin embargo, más que un instrumento en otro momento majestuoso, ahora tenía el aspecto de una mesa para trastos que acumulaba partituras inacabadas con los acordes más bellos, los silencios más oportunos, las cadencias más evocadoras... Bien pensado, aquel piano se convirtió en el principio de la decisión inconsciente que tomase cuando entró de golpe en el camino transformador del arte. De alguna forma aquello le dio las pistas para seguir adelante en cualquier caso. Veía cómo las teclas se sucedían una a una bajo los dedos de su padre y cómo estos movimientos generaban unos sonidos casi mágicos que aún recordaba bien y que lo transportaban a su infancia al instante. Incontables horas había pasado a solas con ese piano, poco a poco aprendiendo de aquel estado de ánimo sin nadie alrededor, aprendiendo cómo en un nuevo mundo, menos visible, aparecía de repente lo más hermoso. Pero allí no había nada más y el instrumento no volvería a sonar afinado jamás.

No podía ser. El ardor que le recorría el cuerpo acabaría por volverlo loco o por desgastar toda su vida en la contemplación de aquel almacén de creatividad que tanto el paso de los años como lo aprendido y superado gracias a ella habían dejado como un cementerio de obras ya exprimidas al máximo. ¿Qué había ahí? ¿Por qué esas ansias por encontrar algo que no sabía que buscaba? Su cuerpo, como una marioneta desbordada de energía, respondía a movimientos que bien hubiesen podido pasar por una danza macabra y angulosa. Incapaz de comprender lo que ocurría y con el corazón luminoso a más no poder, la mente del artista subió revoluciones y el mundo al completo comenzó a dar vueltas en un torbellino frenético. El estudio se mezclaba, apenas un borrón de vida pasada, y las obras del artista volaban ante sus ojos. Lienzos de los que emanaban música, el piano que sonaba en imágenes que parpadeaban al ritmo de las notas, partituras que relataban mil y una historia... Justo entonces, con esa visión confusa de las partituras, el remolino se detuvo y todo quedó igual que antes estaba. Sin embargo, un rincón olvidado había quedado iluminado, un lugar recogido y con la única luz de un flexo. Bajo el punto luminoso que se abría, solamente un pupitre con algunos papeles escampados con un montón de garabatos escampados que formaban involuntariamente líneas ordenadas que contaban las historias más increíbles y recónditas, sacada de una imaginación perdida mundos más allá. Al acercarse, la luz del cuerpo del artista decreció en el grado justo que le permitiera observar con detalle lo que tenía delante.

No había caído. De verdad inconcebible, pero no había caído en las letras que le acompañaron. Tantas veces le habían escuchado descerrajarse el corazón, deshacer la piel a tiras y zambullirse en ríos de fuego; tantas ciudades de cristal, preciosas; tantos bosques de luz y días de sombra... Tanto escrito y aún por escribir... Gracias a la tinta de su bolígrafo, el artista había desgranado cada sensación, cada pensamiento, y los había sacado de ese mundo de oscuridad en que nacían y que, más tarde, lo confundía todo. Así, en un proceso inconsciente y revelador, el hombre fue capaz de entender la muerte, de aceptar la vida, de conocer tantas realidades como la suya y otras tan distintas...

La luz del cuerpo del hombre aumentó de intensidad. El pulso, acelerado como nunca, era signo del trepidante ritmo de su corazón. Otro impulso invisible, de fuerza incalculable, lo empujó a la silla que presidía el pupitre y, con el rigor enfervorecido e interno de siempre, las palabras comenzaron a aparecer, disparadas y nerviosas por ocupar su lugar en el papel. Una tras otra, todas bien unidas, empezaban a poner en claro algo que el artista ya había empezado a sospechar. En ese ir y venir de tinta negra, la única imagen que cruzaba la mente del ahora escritor era la de la mujer que, en un tiempo inconcebible, desapareció de su vista dejando la vida vacía. Ella y nada más se hacía presente en esa sucesión de sentimientos que no nacían de otra parte que de la luz que emitía su corazón. Tenía que significar algo, algún motivo debía de existir para tanto recuerdo, tanto sentir de repente y pensar en la mujer. La razón, desde luego, era muy simple, pero casi imposible de ver por el artista: amor. En contra de ello, el hombre recordó algo que tantas veces pensase no mucho tiempo atrás: se había acabado el arte.

Se acababa y ya no tenía sentido. A medida que escribía, fue consciente de la intención más pura, de la más única expresión de la belleza que no entendía ya de pintura, de música, de relatos o de fotografía. Esta nueva forma de expresión, la más profunda y bella, quedaba aún mucho más allá. Cansado de reflejar de tantas formas posibles, el artista decidió que la última forma de arte qe le esperaría en su vida ya no dependía de nada más que de él mismo. Olvidando pintura y todo lo demás, lo único que le quedaba por hacer era transformar algo superior en lo más bello. Algo superior, según lo entendía él, solamente podía ser la vida de aquella mujer ya desaparecida. Tanto hubiese hecho por ella... Hubiese pintado sus cielos, también oscuros, de los colores más especiales; hubiese arrancado un sol de las entrañas de la tierra para darle el calor que merecía, a mano desnuda; hubiese reflejado el mundo entero en esos ojos que se habían marchado. Hubiese... Por hacer, hubiese hecho de la vida de los dos la mayor obra de arte, la más grande e increíble que nadie, artista o público, jamás hubiese podido concebir. Tanto deseaba que hubiesen brillado los dos juntos que el resto del mundo se hubiese oscurecido por la mera presencia de la pareja. Estaba claro entonces. Cualquier obra de arte, cualquier forma de expresión había quedado ya inútil y olvidada. A partir de ese momento, la única obra de arte que tendría relevancia sería ella, serían ellos. Pero ya no había un “ella”, ya no había un “ellos”.

Aún así, el artista convertido en escritor se dejó poseer por el ímpetu que siempre le llenaba y decidió que, si ya no podía convertir a la mujer en arte, describiría todo lo que pudo haber sido, las miles de historias que habrían cobrado vida, las tormentas de sentimientos que hubiesen tenido lugar. Haría de su recuerdo algo tan brillante que nadie más que él podría contemplarla. Se dejaría la vida, de ser necesario, pues en ese momento ya nada importaba más que crear un mundo especial en que, al menos en su imaginación, hubiesen vivido los dos.

Y, así, el artista comenzó a escribir sin descanso. Se detendría únicamente con el último aliento, con la última bocanada de aire. Terminaría, en definitiva, cuando no quedase sentimiento alguno más que disfrutar. Escribiría y sería lo más bonito del mundo, lo que la hubiese hecho más feliz. Le haría una realidad entera solamente pensada para la mujer, aunque ella ya no estuviese allí.

Ella sería, como debió haber sucedido, su mayor obra de arte."

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