"Como si todas las luces del mundo
huyeran, los ojos del artista perdido quedaron a oscuras, incapaces
de distinguir nada alrededor. Tan de súbito había sucedido todo que
la sorpresa y el estupor bloquearon cualquier impulso nervioso que
hubiese permitido que su cuerpo se moviese. Ni tan siquiera una sola
brizna de aire era entonces capaz de percibir en aquella noche
imprevista. Ya nada parecía tener sentido en el estudio que tantas
horas había vivido y disfrutado. Como si el peso del mundo recayese
sobre sus hombros, el pecho se encorvaba y obligaba a la vista a caer
a los pies, inmóvil y ausente en una mueca vacía. Ante él, tendida
en el suelo, yacía aquella a quien tanto había querido. El cuerpo
sin vida de la mujer recordaba al artista que la razón de todo
desaparecía a medida que lo hacía ella, lentamente desvaneciéndose
ante los ojos idos del hombre. Tanto tiempo compartido quedaba
olvidado en un lugar del que no regresaría. Tanta vida entregada y
tanto todavía por compartir... Pero el cuerpo ya desaparecía,
fundido en un capítulo pasado que se archivaba. El artista quedó a
solas con su soledad, pensativo y atrapado en otra realidad más
espesa, más hiriente, más incomprensible. Se deshizo el hilo del
tiempo que lo mantenía a salvo en su cordura y con él se fue el
último lazo que le impedía entrar en el mundo de la locura del que
una vez escapó. Allí permaneció el artista ausente, perdido,
dejado a la nada.
De repente, una luz cruzó la
habitación, justo por delante del hombre. Incapaz de resistir, como
accionado por un resorte invisible, el artista giró la cabeza con un
espasmo tras el fogonazo. No había nada extraño en el estudio, pero
sus ojos se abrían de par en par. En ese nuevo mundo de lazos
cortados, aquella luz incandescente y fugaz no había dejado huella
exterior alguna que demostrase su presencia: un reflejo, un brillo
furtivo... Nada. Esa luz era muy distinta, venida de un rincón
perdido de la vida, y había impactado en el hombre. Sin previo
aviso, aquel rayo había penetrado en él, en el mismo centro de su
plexo solar, y ahora corría por el interior de aquel cuerpo dejado
de las manos del tiempo y a las fauces del olvido. Quemaba; quemaba
la sensación a su paso y el interior del habitante del estudio se
incendió. El calor abrasador que calcinaba lo que con él entraba en
contacto fue la causa del espasmo que despertó al muerto en vida. Al
tocar directamente el corazón, este había dado rienda suelta y
golpeaba el interior del pecho con violencia. De la presión que
generó, cada poro, cada célula del cuerpo despertó y comenzó a
brillar, emanando luz como miles de estrellas naciendo. Pero el
efecto de aquel calor no se limitaba a la resurrección del artista,
a su vuelta de un mundo oscuro de fantasmas y soledad, sino que traía
algo más.
El hombre, ahora brillando, se irguió
y buscó algo con la vista, girando sobre sí mismo en frenesí. A un
lado podía ver las pinturas que había realizado a lo largo de
tantos años, amontonadas como recuerdos unos pegados con otros. Se
detuvo una breve eternidad a observar aquellas imágenes del pasado.
No podía volver; nunca más. Los tubos se secarían y así quedaría
enterrada la pintura, sellada para no volver a ver la luz. Aquella
afición había nacido para mejorar su mundo, para dar color a la
oscuridad que decoraba su cielo interno. Y lo había conseguido, de
forma que otro capítulo se cerraba en el libro de su historia.
Pero la irrefrenable decisión que el
fogonazo había contagiado a cada rincón del cuerpo del artista
obligó a este a girar de nuevo, escudriñando otra pared, en otro
lado del estudio. Allí se alineaban cientos de fotografías. Recordó
el momento en que aquello nació, esa sorpresa al contemplar lo que
le rodeaba en la única compañía del chasquido de la cámara al
tomar la instantánea. En verdad nadie hubo cerca en esa época, pero
todo, absolutamente todo lo que sucedía a su alrededor parecía
ocurrir por él mismo: destellos del sol entre las nubes; su reflejo
en el rocío atrapado en una telaraña, volviéndola casi de cristal;
algún escarabajo dorado y precioso que, en su simple hacer como
escarabajo, ayudó al artista a comprender el sentido mismo de su
vida con un simple “vive para vivir”. Eran recuerdos agradables,
pero tampoco estaba allí lo que buscaba. Esas fotografías quedarían
para recordarle lo aprendido, pero la cámara no volvería a
disparar.
Los nervios empezaban a crisparse. La
luz que le traspasara el pecho lo empujaba a mirar por todas partes
sin encontrar nada de aparente utilidad. Únicamente las obras
polvorientas de tantos años de curiosidad y necesidad de aprender y
probar aparecían en los rincones, en las paredes hacia las que se
giraba. ¿De qué le servía ahora ver todo lo que ya cumplió su
cometido y había quedado en el pasado? Otro impulso brusco y volvió
a buscar con la mirada entre el leve desorden del estudio, cada
minuto más viejo.
Al fondo —y casi ya ni lo recordaba—
, estaba el piano de cola de su padre. Sin embargo, más que un
instrumento en otro momento majestuoso, ahora tenía el aspecto de
una mesa para trastos que acumulaba partituras inacabadas con los
acordes más bellos, los silencios más oportunos, las cadencias más
evocadoras... Bien pensado, aquel piano se convirtió en el principio
de la decisión inconsciente que tomase cuando entró de golpe en el
camino transformador del arte. De alguna forma aquello le dio las
pistas para seguir adelante en cualquier caso. Veía cómo las teclas
se sucedían una a una bajo los dedos de su padre y cómo estos
movimientos generaban unos sonidos casi mágicos que aún recordaba
bien y que lo transportaban a su infancia al instante. Incontables
horas había pasado a solas con ese piano, poco a poco aprendiendo de
aquel estado de ánimo sin nadie alrededor, aprendiendo cómo en un
nuevo mundo, menos visible, aparecía de repente lo más hermoso.
Pero allí no había nada más y el instrumento no volvería a sonar
afinado jamás.
No podía ser. El ardor que le
recorría el cuerpo acabaría por volverlo loco o por desgastar toda
su vida en la contemplación de aquel almacén de creatividad que
tanto el paso de los años como lo aprendido y superado gracias a
ella habían dejado como un cementerio de obras ya exprimidas al
máximo. ¿Qué había ahí? ¿Por qué esas ansias por encontrar
algo que no sabía que buscaba? Su cuerpo, como una marioneta
desbordada de energía, respondía a movimientos que bien hubiesen
podido pasar por una danza macabra y angulosa. Incapaz de comprender
lo que ocurría y con el corazón luminoso a más no poder, la mente
del artista subió revoluciones y el mundo al completo comenzó a dar
vueltas en un torbellino frenético. El estudio se mezclaba, apenas
un borrón de vida pasada, y las obras del artista volaban ante sus
ojos. Lienzos de los que emanaban música, el piano que sonaba en
imágenes que parpadeaban al ritmo de las notas, partituras que
relataban mil y una historia... Justo entonces, con esa visión
confusa de las partituras, el remolino se detuvo y todo quedó igual
que antes estaba. Sin embargo, un rincón olvidado había quedado
iluminado, un lugar recogido y con la única luz de un flexo. Bajo el
punto luminoso que se abría, solamente un pupitre con algunos
papeles escampados con un montón de garabatos escampados que
formaban involuntariamente líneas ordenadas que contaban las
historias más increíbles y recónditas, sacada de una imaginación
perdida mundos más allá. Al acercarse, la luz del cuerpo del
artista decreció en el grado justo que le permitiera observar con
detalle lo que tenía delante.
No había caído. De verdad
inconcebible, pero no había caído en las letras que le acompañaron.
Tantas veces le habían escuchado descerrajarse el corazón, deshacer
la piel a tiras y zambullirse en ríos de fuego; tantas ciudades de
cristal, preciosas; tantos bosques de luz y días de sombra... Tanto
escrito y aún por escribir... Gracias a la tinta de su bolígrafo,
el artista había desgranado cada sensación, cada pensamiento, y los
había sacado de ese mundo de oscuridad en que nacían y que, más
tarde, lo confundía todo. Así, en un proceso inconsciente y
revelador, el hombre fue capaz de entender la muerte, de aceptar la
vida, de conocer tantas realidades como la suya y otras tan
distintas...
La luz del cuerpo del hombre aumentó
de intensidad. El pulso, acelerado como nunca, era signo del
trepidante ritmo de su corazón. Otro impulso invisible, de fuerza
incalculable, lo empujó a la silla que presidía el pupitre y, con
el rigor enfervorecido e interno de siempre, las palabras comenzaron
a aparecer, disparadas y nerviosas por ocupar su lugar en el papel.
Una tras otra, todas bien unidas, empezaban a poner en claro algo que
el artista ya había empezado a sospechar. En ese ir y venir de tinta
negra, la única imagen que cruzaba la mente del ahora escritor era
la de la mujer que, en un tiempo inconcebible, desapareció de su
vista dejando la vida vacía. Ella y nada más se hacía presente en
esa sucesión de sentimientos que no nacían de otra parte que de la
luz que emitía su corazón. Tenía que significar algo, algún motivo debía de existir para tanto recuerdo, tanto sentir de repente y pensar
en la mujer. La razón, desde luego, era muy simple, pero casi
imposible de ver por el artista: amor. En contra de ello, el hombre
recordó algo que tantas veces pensase no mucho tiempo atrás: se
había acabado el arte.
Se acababa y ya no tenía sentido. A
medida que escribía, fue consciente de la intención más pura, de
la más única expresión de la belleza que no entendía ya de
pintura, de música, de relatos o de fotografía. Esta nueva forma de
expresión, la más profunda y bella, quedaba aún mucho más allá.
Cansado de reflejar de tantas formas posibles, el artista decidió
que la última forma de arte qe le esperaría en su vida ya no
dependía de nada más que de él mismo. Olvidando pintura y todo lo
demás, lo único que le quedaba por hacer era transformar algo
superior en lo más bello. Algo superior, según lo entendía él,
solamente podía ser la vida de aquella mujer ya desaparecida. Tanto
hubiese hecho por ella... Hubiese pintado sus cielos, también
oscuros, de los colores más especiales; hubiese arrancado un sol de
las entrañas de la tierra para darle el calor que merecía, a mano
desnuda; hubiese reflejado el mundo entero en esos ojos que se habían
marchado. Hubiese... Por hacer, hubiese hecho de la vida de los dos
la mayor obra de arte, la más grande e increíble que nadie, artista
o público, jamás hubiese podido concebir. Tanto deseaba que
hubiesen brillado los dos juntos que el resto del mundo se hubiese
oscurecido por la mera presencia de la pareja. Estaba claro entonces.
Cualquier obra de arte, cualquier forma de expresión había quedado
ya inútil y olvidada. A partir de ese momento, la única obra de
arte que tendría relevancia sería ella, serían ellos. Pero ya no
había un “ella”, ya no había un “ellos”.
Aún así, el artista convertido en
escritor se dejó poseer por el ímpetu que siempre le llenaba y
decidió que, si ya no podía convertir a la mujer en arte,
describiría todo lo que pudo haber sido, las miles de historias que
habrían cobrado vida, las tormentas de sentimientos que hubiesen
tenido lugar. Haría de su recuerdo algo tan brillante que nadie más
que él podría contemplarla. Se dejaría la vida, de ser necesario,
pues en ese momento ya nada importaba más que crear un mundo
especial en que, al menos en su imaginación, hubiesen vivido los
dos.
Y, así, el artista comenzó a
escribir sin descanso. Se detendría únicamente con el último
aliento, con la última bocanada de aire. Terminaría, en
definitiva, cuando no quedase sentimiento alguno más que disfrutar. Escribiría y sería lo más bonito del mundo, lo que la hubiese
hecho más feliz. Le haría una realidad entera solamente pensada
para la mujer, aunque ella ya no estuviese allí.
Ella sería, como debió haber
sucedido, su mayor obra de arte."
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