sábado, 2 de julio de 2011

RAICES NEGRAS

Las raíces negras de la sociedad podrida se extienden a sus anchas e inundan el terreno, ahogando sin remedio toda vida ajena. Infeliz, la semilla de la esencia se deshidrata ante un sol que no calienta, que abrasa la piel y enciende el interior en llamas de una rabia impotente difícil de esquivar. El aire, ahogado por estas raíces sin fruto, se seca y arde. Y el musgo, negruzco y retorcido, que no para de crecer... Edificios enterrados en olvido reciente luchan por no desaparecer del recuerdo de algunos, que añorando otros tiempos llenos de vida, llenos de gente, recelan de los nuevos cambios, del fuego del asfalto y del olor a soledad. Y éstos, pobres víctimas de una sociedad de raíces negras y podridas, sucumben al peso de la nada, de la ausencia, del no tener con quién hablar por el ritmo de una vida demasiado rápida, demasiado extraña, demasiado larga, si se ha de mirar. 

—Hola, ¿te importa si fumo?
—No, no, para nada.

Con un gesto de indiferencia, un hombre canoso, con una barriga importante y un cansancio con el que no podía más, se sentó en el banco, junto a mi. Sacó el cigarrillo, el motivo de la pregunta, y lo encendió tan rápido que al guardar el mechero ya faltaban tres caladas. Fumar, por fumar, o por no saber qué hacer. Al fin y al cabo, la calle es la calle, y hay tanta gente como personas con las que no puedes hablar. 

—Tengo un dolor de pies que no lo soporto ya... todo el día llevo dando vueltas por ahí —el cigarrillo volvió a menguar—. Tú no sabrás de una pensión por aquí, ¿verdad?
—Sí, aquí hay una a la vuelta de la esquina...
—No, pero ahí es donde vivo y me cobran casi mil euros al mes, y no puedo permitirme eso.

El hombre, que aparentaba tener no menos de setenta años, llevaba una pequeña carpeta transparente en la mano, del tipo de las utilizadas, en muchas ocasiones, para ir en busca de trabajo. Parecía de fuera, aunque por el acento era imposible de concretar; quizá de algún lugar cercano. Salía del bar que teníamos a nuestras espaldas y su forma de hablar daba ciertas pistas de qué podría haber bebido durante la cena. Palabras borrosas y dudas que, poco a poco, se fueron disipando, en contra de lo esperado.

—Las pensiones están ya prácticamente desaparecidas.
—Está difícil encontrar un sitio donde estar —contestó—. Yo he estado en muchos sitios, nunca me he parado en ninguno a estar mucho tiempo. Me he movido de aquí para allá... Aunque estudié en su momento; tengo dos carreras —el cigarro llegaba al límite con el filtro, pero seguía firme entre los dedos del hombre mientras hablaba con la mirada fija en los adoquines del pedazo de suelo que tenía delante—. Estuve en muchas residencias cuando era joven, y en colegios mayores. Viví una temporada en Galicia, que me encanta; concretamente, en Arousa, y aquello es increíble. Luego también estuve en Zaragoza y en Cádiz y en Madrid. Y tántos sitios... 

Entre pausa y pausa, los gestos del hombre se hacían más patentes, más sentidos, más cargados de infelicidad. Y la mirada, cada vez, más abajo, salvo breves vistazos para explicarme algún detalle de una vida que bien podría considerarse un viaje por España.

—Y, ahora, con setenta y cinco años, me encuentro sólo y sin ningún sitio a dónde ir. Tenía un piso que malvendí. Me dijeron que no lo vendiera por menos de tres y lo vendí por dos —acompañó la frase levantando ligeramente los hombros y cambiando el gesto de la cara—. Y he estado con una rumana, con moros, con turcos, con gentes de todos lados. Pero yo soy mayor ya y no me fío, que me han robado y ha habido cosas y no me fío ya... Yo prefiero una pensión, donde haya gente viviendo y siempre esté uno u otro, que no me de miedo porque si me caigo en la ducha, grito, y luego le invito a unas cervezas o a cenar. A mi me da miedo ya, porque soy mayor y estoy solo. Y no sé a dónde ir.

El cigarrillo había terminado, pero el hombre seguía sentado, manteniendo una conversación que, con la confianza de tener simplemente alguien escuchando, parecía descargar días de cansancio, de malestar, de ausencia de algo importante y de alivio. Sentado al lado, la realidad pareció cambiar. Sumidos en un mundo en que se desprecia todo lo que de verdad es importante en pro de un invento nefasto que ha degradado el mundo, la ignorancia y la estupidez, el descaro y las malas intenciones reinaban en una sociedad que ahogaba hasta no poder respirar.

—Fui a una residencia que había monjas —siguió—, y un día me vino una monja así, de uno ochenta y cinco y me dice: "Las medicinas que has traído son una mierda", y yo es la primera vez que oía a una monja decir esa palabra. Yo le dije que eran las que me había dado el médico de cabecera, pero me dijo otra vez que eran una mierda y que mi ropa interior también era una mierda. Y eran calzoncillos nuevos, que había comprado en el mercadillo de mi pueblo y los había lavado, porque la gente los manosea, y los había tendido en una cuerda. Y decía que eran una mierda."Mira, te echo. Te doy un mes y no hace falta ni que me pagues." Y me tuve que ir de allí, aunque me habían desparecido tres maletas y les había dado cajas de libros para la biblioteca. Y de eso hace veinte días, que he estado viviendo ahí —y señaló en dirección al hostal de la esquina, en el que se quedaba.

—Mira —continuó tras pensar un momento—, yo hoy me he levantado y he salido y he desayunado solo. He comido solo y he cenado ahora solo. Y ahora me voy a un pasillo a dormir ahí al fondo... solo.

En ese momento, algo cambió en el aire que me rodeaba, que se hizo muchísimo más denso y asfixiante. Así, también cambió el tono de voz del hombre que, con una indiferencia total hacia lo que decía, impregnaba a sus palabras de un cariz tétrico, oscuro y desesperado. Aceptaba la solución porque no veía otra forma de salir. No podía hacer nada, nada en absoluto aparecía ante sus ojos.

—Yo creo que tendría que suicidarme...
—No hombre...
—...pero ahí me han dado un piso muy bajito y no puedo hacerlo.

Y este chiste macabro, de una realidad asombrosa, consumió lo que quedaba de conversación con la colilla del cigarro que aterrizo en los adoquines. Había acabado el tiempo de la charla, tan breve como intensa, y era hora de ir a dormir. Quizá dormir por no pensar, quizá dormir por hacer algo, como fumar. Con un breve "adiós", desapareció en dirección al hostal. Yo, mudo y perplejo, no supe si levantarme del banco o quedarme allí; tantas ideas me venían al mismo tiempo, todas gritando injusticias, valores perdidos, suciedad y deshumanización, acabaron silenciadas por el estupor. 

Las raíces negras de la sociedad han estrangulado y estrangulan, y así continuarán destrozando todo intento de ser, de simple ser. La tierra, empobrecida por tanto aprovechar y tan poco devolver, enfermará y arrasará con todo lo que encuentre. A su paso, mucho me temo, solamente encontrará almas negras y podridas, restos de seres extraños, inhumanos, desprovistos de todo sentimiento salvo uno, aquel que le obligue a querer más y más. Tragará esta negrura tanta mierda que ya no es algo de temer, sino casi de anhelar, porque hay tanta gente que no puede llamarse de otra forma, tanto imbécil que no merece ni vivir por no dejar de matar, bien escondido de cualquier ojo, no le vayan a acusar. En una sociedad de raíces negras, algo diferente parece muchas veces demasiado soñar.

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