"Cuando la tierra se abrió
en el cementerio de la ciudad, lentamente comenzó a aparecer una
mano pálida, ajada y de piel agrietada que se retorcía en espasmos.
Piedra a piedra, el hueco se iba agrandando para dejar paso a todo el
cuerpo que venía detrás. En apenas un par de minutos, el muerto
viviente se erguía ante su propia tumba, tambaleándose y con la
mirada ausente, fija en un punto perdido del firmamento. Pedacitos de
tierra y pequeñas piedras caían rodando por los jirones de ropa que
quedaban en aquél cadáver que regresaba desde otro mundo hasta
colarse de nuevo en el agujero que su repentina vuelta a la vida
había dejado, una tumba que ahora quedaba abandonada por su único
ocupante.
La luna brillaba en lo
alto de aquella noche, y lo hacía con tal intensidad que eclipsaba a
las estrellas que tenía alrededor. De resucitar en algún momento,
aunque fuese como un cadáver andante, ya podría haber sido
cualquier otra noche. Aquel fulgor cegaba al ex-muerto agonizante.
Tenía la sensación de que, de repente y sin previo aviso, sus ojos
saltarían de las cuencas agusanadas que ahora habitaban en busca de
la ceguera más absoluta. Antes no era así. Quizá cuando todavía
conservaba la vida fresca y sin tocar, aquellas luces le hubiesen
parecido incluso tenues en comparación con los días vividos. Pero
esa noche, había una belleza tan enorme en aquella luna que no podía
soportarlo, ya no, nunca más. Ahora, muerto por dentro y por fuera,
muerto a más no poder, el exceso de belleza y brillo que se encontró
en su revivir, quemaba y dolía como nunca hubiese imaginado en la
vida que pasó buscando precisamente aquello: la belleza. Se acabó
todo y la muerte era un lugar distinto, incluso estando vivo... Tanto
dolor se precipitó dentro del nuevo zombi que, inconscientemente, se
echó las manos a la cara y, apretando con tantas fuerzas como pudo,
se arrancó los ocupantes de esas cuencas que, ahora sí,
lucían vacías y ausentes de todo; de todo menos de gusanos, si
acaso. Pero el dolor continuaba, a pesar de que ya no era capaz de
contemplar toda aquella belleza que le rodeaba y que se le vencía
desde lo alto. No podía ser, si ya no tenía ojos para ver el
espectáculo...
El no-muerto se quedó
instantáneamente quieto. Ni uno de sus raídos músculos daba signos
de vida; o de cualquier cosa, más bien... El sufrimiento seguía
pero, ahora que no podía ver lo que ocurría fuera de sí mismo, la
sensación cambió. ¡Los pulmones! ¡Eran los pulmones! El aire
alrededor era tan fresco, tan nuevo, tan húmedo y agradable que no
hacía sino arañar a su paso por el interior del cadáver que
volvía. El frío se pegaba a las paredes de nariz, boca, pulmones...
Cosa que lo hubiese hecho sangrar, de no ser por la minucia de que ya
no le quedaba ni una gota. Después de todo, aquella había sido la
razón de su muerte: sorbo a sorbo, toda su energía se marchó en
forma de hilillos rojos que se quedaron por el camino, destrozados y
luego ignorados por todo lo que importaba. Ni una gota, como un
muñeco de trapo que se deja hacer lo impensable, y no por no poder
evitarlo, sino por no tener ni el ímpetu de hacerlo. De algo hay que
morir... Pero se quedó, en aquella noche ahora oscura de ni una sola
luz, sin una gota de las que pudiese tirar, y eso le venía que ni
pintado. Al menos así lo creyó al morir, porque la resurrección le
había descubierto que ni por asomo. Sin sangre y sufriendo por ese
frío tan corrosivo que le llenaba unos pulmones agujereados por el
tiempo y el esfuerzo: respira hondo, respira hondo y cierra los
ojos... Ya no servía esa frase que le calmaba los nervios en otro
tiempo, en otra vida; en vida, simplemente. Ahora el aire cortaba
como un cuchillo helado. La solución, pues, no pasaba por otra cosa
que no fuese esa idea persistente que se le formaba sin querer en su
ahora reducida imaginación. Como hiciese antes, el zombi movió los
brazos y dejó sus manos a la altura del pecho, apoyadas en sus
huesos y jirones de carne. Durante unos segundos, así permaneció,
como meditando el siguiente paso, hasta que con un rápido gesto
apresó los maltrechos pulmones y los arrancó de su cavidad. Al fin
y al cabo para qué los iba a necesitar ahora que ya no quería ni
precisaba respirar.
No se detuvo. El dolor no
cesó ni por un instante cuando los pulmones, envejecidos por la
humedad del suelo y una muerte que a saber cuánto había durado,
aterrizaron frente a sus pies. Un pequeño gusano, larva seguramente
de cualquier tipo de mosca, salió de entre la uña de uno de los
dedos y, curioso, se acercó examinar aquello que acababa de aparecer
ahí delante. Lentamente, el gusano comenzó a devorar aquel manjar
de años que se le había presentado. Seguía el sufrimiento y ya no
era entonces ni por la belleza que ya no podía ver, ni por un aire
espeso y frío que lo alejaba de la realidad y lo mataba por dentro.
No era aquello tampoco y ya iban dos las veces que se equivocaba y lo
pagaban los maltrechos restos de su cuerpo. ¡No podía ser! ¿De qué
servía morir y luego volver a la vida, si al final el dolor seguiría
latente y, por lo que parecía, oculto? Tenía que haber algo, que
salir de algún lugar, porque no podía ser que aquella forma de
pasarlo mal no tuviese explicación alguna. Entonces apareció una idea.
Ciego y sin necesidad ya
de respirar una sola brizna de aire más, el muerto tuvo una
revelación. Si ya no podía ver o tomar aire, quizá la culpa de todo
aquel malestar que le seguía comiendo el interior a dentelladas tenía
que ver con la sensación que le recorría la piel. Esa sensación,
como si algo fuese a ocurrir, algo bueno, no dejaba de erizar el poco
vello que había sobrevivido a su confinamiento bajo tierra.
Insoportable era la palabra que más se le venía a la exigua
imaginación. Intentó rascarse con el inútil resultado de arañar
la piel una y otra vez. Como si de escamas se tratase, trocitos de
cuero saltaban de los antebrazos de aquel cuerpo de carne azulada y
envejecida. El dolor no se mitigaba, así que el zombi continuó
arañando, rascando y haciendo mella en sus brazos, en las piernas,
por el cuello... Por todo el cuerpo rascó el antiguo vivo hasta que
no quedó el más mínimo rastro de piel. Ya no
había lugar para aquella sensación que lo recorría, ya no había
vello que erizar, o piel que estremecer; ya era un amasijo de carne
desnuda y expuesta a todo. Pero el dolor no emitía, no detenía
su avance y ni tan siquiera reducía su intensidad.
El muerto empezaba a
volverse loco. “Un muerto loco”, pensó y sonrió ante aquella
idea. Pero era insoportable. Aquella situación lo estaba destrozando
por dentro y por fuera. No podía calmar la aflicción que, de
alguna forma, le había atacado al volver a la vida o a lo que fuese
que se pudiera llamar a su estado.
—Joder, resucitar para
esto... Si lo sé, me quedo bajo tierra —dijo esta vez en voz alta,
cabreado con el mundo.
Pero, ¡eso era! El dolor
estaba tanto dentro como fuera y, si afuera ya no le queda nada con
que percibirlo (o eso había intentado con sus mutilaciones
voluntarias), quizá todo fuese un reflejo de lo que andaba en su
interior. Ya no tenía con qué ver, con qué respirar o con qué
notar la brisa al pasar alrededor. Ya no quedaba nada con qué sentir
toda aquella belleza que le daba de lado; tanto que la buscaba, tanto
que le era imposible conseguirla.
En un último acto de
consciencia, el muerto volvió a poner su mano derecha sobre el
pecho, justo al lado del hueco que había quedado tras la
emancipación de sus pulmones. Un gesto rápido y la mano atravesó
de nuevo las barreras que la separaban del interior de aquel torso
cada vez más vacío. Una vez dentro, la huesuda mano apresó el
corazón del zombi. Sorprendentemente, el órgano permanecía allí,
intacto desde el momento de su muerte, latiendo incluso sin sentido
pues ya no quedaba qué bombear. Pero, entonces: ¿por qué se movía?
¿Por qué seguía funcionando? De repente, lo entendió y los dedos
fríos hicieron toda la fuerza posible en aquel estado de muerte
relegada. Estaba en lo cierto, y aquello era la solución definitiva.
Nada recordaba ya del mundo anterior, de la vida que había llevado;
tan sólo quedaba aquella sensación de dolor y de no saber, de no
tener ni idea de por qué suceden las cosas. Pero había dado con la
solución.
Una vez arrancado su
propio corazón, toda sensación desapareció. No hubo dolor, no hubo
tristezas, no hubo nada, ni alegría siquiera. Pero ya no necesitaba
de la alegría, pues nada le afligía ya. Satisfecho, si así se
pudiese decir, el zombi se encaminó de nuevo hacia el agujero de la
tierra de donde había salido. Por fin, de una vez por todas, estaba
fuera de todo, oculto de veras a cualquier cosa que pudiese venir. Y,
ahora sí, el muerto estaba muerto y ya no volvería jamás."