"Cuando el hombre vio la estrella, quedó pasmado ante tal belleza. No brillaba aquel astro como los demás; su luz, más intensa si bien más difusa llegaba a rincones de aquel hombre que, de tan adentro que se encontraban, ni tan siquiera él mismo conocía. "Si estos árboles hablasen...", se repetía incesante sin mover los labios, como sin sentido, ausente y perdido en aquella estrella del centro de su universo. Fue la primera y, como tal, inolvidable. Noche tras noche salía el hombre taciturno al amparo de una luna que, cuando aparecía, mejor: más oscuridad y la mirada siempre en la estrella. Día a día, mes a mes, el tiempo fue pasando en una nube de felicidad que solamente aquel hombre llegara a comprender.
Pero la estrella se alejaba. Inapreciable a la vista cansada de aquellos ojos gastados por el sol, el astro cambiaba su intensidad en parpadeos que difícilmente se podrían distinguir. Leves, casi nada, pero ahí estaban y, poco a poco, en la noche de los tiempos del ermitaño observador, el punto brillante, objeto de su devoción, terminó por desaparecer. Como un silencio desde la inmensidad de la tormenta, un último fogonazo confirmó la extinción de la estrella. Los ojos del hombre intentaron abrirse más y más, pero les era imposible. Grabadas en la retina, sobre aquellas pupilas dilatadas, quedaría la sola imagen del destello fugaz, del último suspiro de su estrella.
Se hizo la oscuridad. El resto del cielo nocturno desapareció engullido por una negrura tal que ningún haz de luz atinaba a rebotar en las hojas de los árboles del bosque, ni en sus manos, que colgaban como inertes a ambos lados, o en los ojos perdidos que miraban al cielo con el único objeto de volver a encontrar lo perdido. Se hizo la noche más negra y se hizo el más profundo olvido; olvido de fuera hacia adentro, de lo ignorado por el resto en cuanto a lo sentido. Y se hizo el silencio también, tan bienvenido en ocasiones como aquella. Pero es que, por hacerse, piedra incluso se tornó el corazón que se apagó como lo había hecho la estrella. Había cambiado el mundo y era difícil siquiera poner un pie tras otro en el vacío del bosque. Para evitar ya más golpes innecesarios al caminar completamente a oscuras, el hombre decidió quedarse quieto y no mover un músculo, párpados cerrados y lento respirar. No volvió a amanecer.
El tiempo continuó de nuevo su curso. Heladas cubrieron sucesivamente el mundo y todo lo conocido quedó enterrado. La piel sucumbió a la escarcha; el frío caló, como siempre, y alcanzó el hueso. Hielo, todo hielo. Al menos así, el silencio... Calma. Todo hielo y oscuridad. Calma y cerrar los ojos. Cerrar los ojos y no buscar...
De pronto, en un momento imposible de concretar, algo traspasó las capas de hielo que cubrían los ojos de aquel hombre petrificado. Un fulgor extraño, pasajero, pareció iluminar de nuevo. En un instante, las manos quedaron libres de su prisión helada y se movieron. El cuello, como siguiendo el impulso, dejó caer varias placas diminutas de hielo al girarse en un lento movimiento que inclinó la cabeza hacia el cielo. Así, en esa postura, en ese preciso segundo, los ojos se abrieron. Miles de recuerdos inundaron la visión al abalanzarse unos contra otros en un caos nunca antes sentido. Allí arriba, dirigiendo todo el universo, había una nueva estrella aún más brillante, si cabe más hermosa que la primera. Presente en el centro de todo, dando vida a lo que había muerto, dejando caer el hielo que cubría al hombre en aquel destierro. Y volvió a la vida y retomó tantas formas de sentir que ya había olvidado.
Sin embargo, como el precio de todo aquello que tiene valor, el hombre aprendió una cosa. Aquella nueva estrella también acabaría por extinguirse, como lo hizo la anterior; sin embargo, el hielo y la noche oscura serían pasto del olvido. Tras aquella estrella quizá vendría otra, y puede que también desapareciese. Pero ahí seguiría el hombre con la mirada en el cielo, feliz por el simple hecho de verla pasar."
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