"El primer recuerdo que Lucía tenía de sí misma llorando se remontaba a sus cuatro años de edad. No parecía haber ninguna vez anterior, pero tampoco había ocurrido de nuevo después de aquella ocasión. Era, en realidad, el único recuerdo de su llanto.
Una noche, veintidós años atrás, Lucía se había despertado entre lágrimas. Soñaba con imágenes e ideas de lo más triste, pero muy realistas, lo que había enrarecido el ambiente del sueño hasta el punto de acabar éste convertido en una mar oscuro de sensaciones de angustia, tristeza profunda, amargura y dolor que la mecía sin compasión, a punto de hacerla naufragar. La suave almohada que mantenía a flote se mojaba más y más y empezaba a arrastrarla hacia lo más profundo de aquellas nefastas aguas.
Justo en el instante en que Lucía pensaba que iba a quedar irremediablemente hundida en aquella maraña azabache de sensaciones, el agua misma comenzó a sufrir un cambio que sorprendió a la niña: el agua se volvía transparente y, poco a poco, adquiría un fulgor extraño pero tranquilizador. El cuerpo de Lucía se empezó a elevar sobre el mar, sin que su mente abandonase el lugar que hasta entonces ocupaba, y se vio desde abajo subiendo hacia un cielo desconocido. Y despertó.
Durante unos segundos quedó desorientada y sin reconocer del todo su propia existencia. Los ojos, abiertos de golpe y de par en par, vieron cómo en la habitación había, en mitad de la noche y sin lámpara alguna que alumbrara, un leve brillo de un color dorado muy suave que lentamente se extinguía.
Cuando por fin se hizo la oscuridad de nuevo, el estado natural de ese momento en ese mismo lugar, Lucía se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas. En la mano con que se secó las lágrimas que quedaban pudo ver unos tenues puntos de luz que se iban a pagando uno tras otro. Cada punto de luz parecía estar dentro de los trocitos de lágrima tras restregarse los ojos. Notaba ya cómo le dolía el centro del pecho, como si una aguja enorme se le clavara, sin dolor alguno, y no la dejase respirar. Unos segundos después de encontrar los pequeños puntos de luz, Lucía cayó desmayada en su cama.
A la mañana siguiente tardó unos minutos en recordar lo sucedido la noche anterior, pero no había forma de evitarlo, así que, cuando se dio cuenta de todo lo que le había ocurrido, el miedo volvió a hacer aparición y, debido a eso, se propuso de la forma más firme no volver a llorar nunca. Sería difícil mantener eso, pero lo de la noche anterior no había sido algo normal; de hecho, fue terrorífico y no quería que volviese a ocurrir. Por lo que fuese, las cosas cotidianas y normales eran las únicas que tenían derecho a existir.
La obligación que ella misma se impuso resultó un buen método cuando se trataba de enfrentarse a situaciones difíciles que requerían calma y nervios templados para pensar con claridad. Si bien para una niña no era fácil mantenerse seria cuando se caía jugando y se raspaba la pierna de arriba abajo, los deseos de no llorar, de no volver a experimentar algo tan terrorífico le devolvían la tranquilidad. Durante toda su vida, desde aquella noche, Lucía pareció ser la niña y, posteriormente, la mujer más fuerte para quienes la conocían.
Pensando ahora un poco en toda su vida, haciendo repaso de lo vivido en sus veintiséis años, los pensamientos de Lucía se dirigían en la única dirección del dolor y del sufrimiento. Aquel mar de luz la había sumergido, de alguna forma, en una tragedia constante de la que no sabía escapar. Tenía miedo de que todo volviese a ocurrir y, por ello, no protestó con lloros las múltiples mudanzas a las que sus padres la habían obligado, cambiando de colegios y amigos siete veces en nueve años. Por ese miedo había soportado sin una lágrima la muerte de su padre cuando ella tenía apenas diecinueve años. Debido al terror que le provocaba el recuerdo de toda aquella luz no había vuelto a llorar nunca, le partiese el corazón quien se lo partiese, sufriese las desilusiones que sufriese.
Veintiséis años de dolor permanente era lo que le parecía ahora su vida. Se paraba a pensar en todo lo que había salido mal, todo lo que había estado ahí solamente para recordarle que no era nadie, que no significaba nada, que no encontraba nada que valiese de verdad la pena. Ésos eran demasiados años. Se quedó paralizada un instante en su habitación, en su propia casa y, a oscuras como estaba, las lágrimas empezaron a brotar.
Cerró los ojos y los apretó con fuerza para que no llegar a llorar, pero ya había empezado. El único resplandor que normalmente iluminaba esa habitación era la lámpara de lava azul que tenía sobre la mesita, pero la había apagado hacía media hora. No había más lámparas ni de techo, ni de pared, ni de sobremesa; nada. Aún así, en cuanto empezó a llorar, el cuarto de Lucía volvió a quedar iluminado, pero esta vez el resplandor era de un color dorado muy tenue y agradable que lo impregnaba todo.
No era sólo que ese brillo recortase los objetos contra la pared, como el efecto de un foco de luz, sino que la habitación entera quedaba sumida en un ambiente de ensueño al brillar todos los objetos por todas sus partes, como si la luz saliese de ellos. Mientras observaba atentamente todo lo que ocurría a su alrededor, Lucía apenas reparó en lo que estaba haciendo, en que sus emociones se estaban materializando en esas gotitas de agua cristalina que relucía.
De repente, la puerta de la habitación se abrió y alguien entró en la habitación cerrando la puerta tras de sí. Era su compañera de piso, Ana, que había oído los lamentos de su amiga y había entrado en la habitación sin llamar. Se sentó en la cama junto a Lucía, encendió la lámpara de lava y empezó a hablarle para que se calmase. Aunque las palabras de Ana eran suaves y muy reconfortantes, parecía que las lágrimas no iban a parar nunca.
No obstante, al cabo de diez unos minutos, Lucía se fue tranquilizando y acabó por dejar de llorar. Tras tres horas de llorar sin detenerse ni un instante — horas que a ella le parecieron al mismo tiempo minutos y toda una vida—, se detuvo bruscamente. La luz se fue al instante.
Ana le preguntó acerca de lo que le había pasado. Lucía empezó a explicarlo que ella era distinta, que cuando era pequeña había llorado una luz extraña y que eso la había marcado de por vida. Ana, extrañada, le dijo que cuando entró a la habitación no había visto ninguna luz, que estaba totalmente a oscuras y que sabía que ella estaba allí por los sollozos.
A continuación de eso, Ana quiso saber el por qué de tanto llorar. Lucía se había quedado perpleja cuando su compañera le había dicho que no había visto luces extrañas que, de hecho, no había luz alguna en su dormitorio.
Diez minutos de silencio después, Lucía dijo una frase: “No sé por qué lloraba, pero sí por qué he parado”. Tras esto sonrió, abrazó a su amiga —atónita—, y se quedaron así una eternidad durante la cual Lucía volvió a llorar. Esta vez, las lágrimas que corrían por sus mejillas eran cristalinas y se perdían en los colores de su piel".