"A
primera hora de la tarde, uno de los hombres de confianza del rey se
acercó a los aposentos del príncipe. Tras llamar a la puerta con
mucha decisión, esta se abrió y apareció la figura alta y robusta
del joven. Sus ojos, en un estado de nervios que el confidente ya
conocía —así como todo el reino—, se abrieron de par en par con
ansias de saber. Desde hacía dos días y dos noches la princesa se
encontraba en paradero desconocido, dejando misteriosamente a toda la
corte en vilo, desesperados ante la incertidumbre de si volverían a
ver a su futura reina.
—Majestad,
vuestros espías han tenido noticias de que, con mucha probabilidad,
la princesa se encuentra recluida en una cueva a dos días a caballo
de aquí. Según aldeanos de la zona, una mujer joven y con los
rasgos de vuestra amada llegó acompañada de un brujo que apareciera
por el lugar unos meses antes.
Al
escuchar toda la información que su hombre le daba, los nervios del
príncipe, ya alterados de por sí, consiguieron dispararse. En un
acceso violento se giró, recogió su espada de encima del lecho
(intacto desde hacía dos días), se colocó la cota de malla y,
guantes en la mano, emprendió la marcha hacia los establos. Al ver
la actitud de su señor, apresurada y nada recomendable, el hombre de
confianza intentó persuadirlo.
—Alteza,
quizá no convendría una acción sin premeditar. A la desesperada...
—¡Prepara
mi caballo! —interrumpió el futuro rey—. Iré solo. No reveles
esta información a nadie.
—Pero,
majestad...
El
confidente intentó convencer a su señor, pero las ideas ya estaban
claras en su mente. El miedo, todo ese miedo que se había acumulado
en su interior a lo largo de los últimos dos días sin noticias de
la princesa explotó de golpe e inundó hasta el más mínimo rincón
de su cuerpo, convertido este pavor, esa angustia, en el valor más
aguerrido que un caballero pudiese desear en el fragor de la batalla.
Su sangre, como impulsada por la fuerza de la magia más potente, se
había convertido en un torrente salvaje. Ni una sola idea era capaz
de resistir el azote al que sucumbía el corazón, en pleno frenesí
tan sólo la preocupación y la necesidad imperiosa por salvar a su
amada de quién pudiese saber qué clase de sufrimientos. Ya nada
albergaba una mínima importancia más allá que traerla consigo de
vuelta. Con esa única razón y los sentidos ardiendo a flor de piel,
el príncipe se dirigió raudo hacia los establos reales. Si ese
caballo suyo descendía de un linaje de reyes, esa tarde tendría la
oportunidad de demostrarlo. Las puertas se abrían a su paso, por su
mera presencia y, en pocos minutos, el señor alcanzó los establos.
El animal estaba listo para partir. Como de costumbre, había sido
equipado para la batalla: cota de malla puesta y alforjas que
contenían una espada de repuesto, una hacha y algún otro utensilio.
El caballero rápidamente desarmó al animal y no dejó otra cosa que
la silla y las riendas. No importaba en esa ocasión, pues lo único
que primaba era la rapidez en llegar a aquella maldita cueva. Una vez
allí, su espada sería lo único necesario para destrozar al brujo.
No saldría de allí con vida.
Con
la locura del amor en la cabeza, alimentado del miedo y del valor
incondicional, el príncipe y su montura partieron en busca del final
de aquella tortura que no debió haber durado ni un segundo. A la
grupa de su caballo, el paisaje se deshacía en manchas informes que,
a medida que caía el sol de aquella tarde, comenzaban a tornarse más
y más oscuras. Las piedras del camino huían a toda prisa de los
cascos del animal que, como imbuido el ánimo salvaje de su jinete, imprimía una fuerza descomunal con cada patada que descargaba
contra el suelo. El aire se había vuelto de un frío cortante que
obligaba al hombre a entornar los ojos para protegerse. Sentía el
mundo entero congelarse a su alrededor y así lo hacía el también
por dentro, temblando en su fuero interno con la dudad del bienestar
de su futura esposa. Añadido esto al hecho de que al caballo le
costaba avanzar cada vez más por falta de energías, el jinete tomó
la decisión de detenerse en un recodo del camino y allí pasar la
noche. Además, necesitaba parar para hablar con esa luna que tan
ligada a la princesa se encontraba. Descansaría y rezaría a los
dioses por el buen fin de aquella historia en la que se había visto
de repente; mas de no poderla traer consigo de vuelta, él tampoco
regresaría jamás, si bien la muerte tuviese que llevarlo también.
Pensado
esto, el hombre se acomodó junto al tronco de un gran árbol, pidió
a sus dioses y, tras contemplar fijamente la luna durante unos
minutos, cayó en un profundo sueño por el cansancio de toda esa
preocupación, del miedo por su princesa y de las ansias por volverla
a ver sana y salva. Una vez en ese estado onírico, lentamente, como
si quisiera matar con sus palabras, la boca de un viejo comenzó a
susurrar frases ininteligibles para el príncipe. Un eco de otra
realidad hacia rebotar el sonido por todas partes creando un murmullo
que iba paulatinamente en aumento. Todo más allá de ese rostro
estaba oscuro, tintado de rojo aquí y allá en manchas luminosas y
profundas que cambiaban de forma sin cesar como si, al ser tocadas
por aquellos susurros amenazantes, huyesen sabedoras de que iban a
desparecer. Y el eco que se acumulaba más y más alrededor mientras
la mueca inexpresiva del rostro maldito se tornaba una lúgubre
sonrisa. El murmullo subió y subió de volumen hasta que, en una
caos final, la visión se transfiguró de golpe y el rostro enfermizo
y susurrante dio paso al de su princesa, desatado en desesperación,
ojos idos y gestos desencajados, sumida en el pánico.
—¡Protégeme!
Un
alarido y no hubo más. La escena se desintegró de repente y el
rostro de su amada se esfumó ante él como lo hizo también el
sueño. Despierto, empapado en sudor y casi sin respiración, el
príncipe trató con todas sus fuerzas de deshacerse del recuerdo
que, de tan reciente, aún le parecía flotar ante él. Imposible
comprender cómo había sucedido, pero bien claro quedaba que su
amada corría un gran peligro. Se removió en el hueco del árbol
bajo el cual se había protegido de la noche y, escaso de fuerzas a
causa de la pesadilla, ensilló su caballo y emprendió de nuevo el
camino hacia aquella cueva donde esperaba encontrar a la princesa.
A
pesar de haberlo intentado de cualquier manera que se le ocurriese,
los ojos desbordados de la mujer no abandonaban la mente del hombre,
presentes en lo alto del mundo, contagiándolo todo del dolor y de la
locura que de ellos emanaba. Al fin y al cabo, aquello era de
esperar, pues su único objetivo compartía destino con el origen del
sueño. Nada más, ni una sola idea podía cruzar su mente a medida
que el caballo se dejaba la vida en un galope frenético, como si
adivinase la necesidad y la voluntad de su dueño. Así transcurrió
la mañana, en un silencio marcado por el ritmo de los cascos del
animal, un patrón que creaba los únicos sonidos que acompañarían
al jinete en aquella gesta, la más importante de su vida.
Tras
las paradas imprescindibles para dar de beber al caballo y únicamente
ese estricto tiempo en que el animal daba un par de tragos de agua,
la noche volvió a empapar el paisaje y matojos, árboles, camino,
montañas... Todo quedó cubierto de una densa niebla que no permitía
a la vista del jinete alcanzar sino apenas unos pasos por delante de
ellos. Se hacía imposible continuar sin matarse en un traspié del
caballo, de forma que ambos hicieron el último alto que disfrutarían
en su camino. Sería demasiado peligroso proseguir, aunque el
príncipe no dudaría un momento en pagar con su propia vida el
precio de la libertad de su princesa, de su felicidad. Sin embargo, y
era la razón principal a tener en cuenta, el bienestar de su amada
dependía por entero, al parecer, de que él pudiese llegar para
rescatarla.
Entre
cavilaciones y nervios que no se calmaban, el caballero cayó en un
sueño ligero y bastante movido. Como si escapase de quién podría
saber qué ataques, unos espasmos irregulares y frenéticos le hacían
cambiar de postura sin cesar. En su mente, de vuelta en un mundo de
sueños escondidos, algo no iba como debía. El páramo se asombraba
bajo la ausencia de todo. Únicamente un erial rojizo se extendía
inconmensurable ante la sombra que el príncipe era en sus propios
sueños. El cielo, del negro más azabache, se encendía en fogonazos
que, como llegados de otros mundos, crepitaban en lo alto sin la
existencia de nube alguna. Miles de luces que daban forma a la nada.
Pero, nada... No, al fondo, en mitad del horizonte de aquel paisaje
esperpéntico, una figura se erguía en el centro de todo. De pie,
como esperando a la vida misma, la mujer se mantenía inmóvil; ni
siquiera algún cabello movido por el árido viento de ese desierto.
Y tan lejos que estaba... A pesar de ello, los ojos interiores del
joven podían verla con tanta claridad como si ella estuviese a dos
pasos de él. Lloraba. Estaba llorando sin consuelo y sus lágrimas,
al caer en la tierra carmesí, se evaporaban como esperanzas que se
sabrían imposibles de alcanzar. Lloraba y eso partía en dos al
hombre, a la sombra oscura que era siempre en sus sueños; lo
desarmaba por completo, corazón inundado y a punto de desbordar.
Entre lágrima y lágrima, la voz suave de la mujer le llegaba en un
suspiro mártir que repetía una y otra vez: “¡Necesito que me
protejas!”. Oyendo la desesperación del mensaje, la silueta del
príncipe se dio a la carrera pero, cuanto más avanzaba, más lejos
se encontraban el uno del otro. “¡Necesito que me protejas!”.
Inmovilidad. Corrió y corrió hasta que, eternidades pasadas, el
mundo entero, princesa y susurros se fundieron en la más densa
oscuridad.
Se
hizo el día. Caballo ensillado y espada en mano, el príncipe pensó
con tanta fuerza en llegar de una vez por todas hasta su princesa
que, como fruto de un acto de magia, de una oscura e incomprensible,
cuando pudo reaccionar y darse cuenta, se hallaba a poca distancia de
la entrada a una cueva oscura, lúgubre, toda la roca cubierta de
musgo, helechos y restos secos de plantas que una vez estuvieron
vivas, hogar ahora de miles de arañas y sus telas. No recordaba
absolutamente nada del camino recorrido hasta allí, de cómo podía
haber llegado ni qué instinto podía haberle guiado hasta aquella
gruta. Únicamente era consciente de que ella estaba allí dentro; lo
sentía en lo más profundo de su corazón como un dolor punzante,
hormigueo hirviente en las puntas de sus dedos. Se encontraba allí y
lo tenía por tan cierto como que no necesitaba verla para saber cómo
se sentía. Lo sabía como sabía que, de alguna forma, pronto
la tendría que olvidar. Amarró las riendas del caballo a un árbol
cercano y, de bajo su cota de malla, a la altura del pecho, extrajo
un pequeño pañuelo blanco que había cogido antes de partir. Lo
acercó a la nariz del animal y este resopló un par de veces. Actos
seguido, guardó de nuevo la pequeña pieza de fina tela perfumada en
el lugar que había ocupado hasta ese momento y se encaminó hacia la
entrada. Unos pasos al frente y el príncipe quedó engullido por la
penumbra de la cueva.
Tras
caminar cerca de cien pasos en el interior de aquella oscuridad
creciente entre telarañas y humedad, se abrió un espacio más
grande y diáfano. Al fondo, como único elemento de la enorme sala e
iluminado por una tea ardiente que a duras penas arrojaba algo de luz
se alzaba una roca con forma de gran mesa, quizá un altar. El
caballero no tuvo tiempo ni de pensar y se lanzó a la carrera en
dirección al lugar en el que sabía cierto que encontraría a la
princesa. Y así fue tras superar el eco de sus pisadas. Tumbada
frente a él en aquella especie de lecho de piedra, la joven yacía
con los ojos cerrados, como dormida en una posición angelical. O,
acaso, mortuoria. El hombre se desencintó la espada, todavía en su
vaina, y se despojó de la cota de malla que le protegía. Acto
seguido, se abalanzó sobre la mujer con la ferviente esperanza de
que estuviese aún con vida. Acercó la mejilla al rostro de la mujer
y así pudo comprobar que aún respiraba. Viva...
—Vos
sois el futuro rey... Os esperaba, —anunció de súbito una voz
profunda y vieja, lentamente como si el peso de siglos anidase en
esas palabras.
El
príncipe, raudo, recuperó la espada del suelo y se puso en guardia.
—¡Salid
de esas sombras traicioneras! ¡Salid, os digo, quienquiera que
seáis!
El
sonido de los pies del extraño al arrastrarse por la dura roca del
suelo de la cueva creó un ritmo cadencioso que no hizo sino alterar el
del corazón del hombre, que a punto estaba de atravesar la
empuñadura de su arma con los dedos. Con parsimonia, una figura de
corta estatura se aproximó encapuchada y vestida con lo que parecían
los hábitos de un monje renegado y oscuro. Desde detrás de la
antorcha, a la distancia adecuada para sumirse en la oscuridad, el
brujo caminó hasta que la distancia fue tan corta entre el caballero
y él, que el primero alzó la espada y la puso a la altura de la
garganta del brujo, como un depredador que marcase su presa.
—Majestad,
—interrumpió la voz del mago en el silencio mortecino que había
en aquella sala—, la precipitación podría costaros muy cara, ¿no
creéis?
Su
voz sonaba burlona y malintencionada, como tentando al príncipe a
acabar antes de tiempo y, de alguna forma extraña, ganar una partida
de un juego macabro al que solamente el brujo sabía jugar. Los ojos
que miraban atentos tras la empuñadura de la hoja temblaban en un
espasmo, incapaces de comprender de golpe lo que ocurría. Ese gesto
no pasó desapercibido para el anciano, que continuó con su
discurso.
—La
princesa, Majestad, vino a mí hace algún tiempo. Ardía en deseos
de conocer los secretos del mundo, su magia, las razones y causas más
escondidas. Vino por propia voluntad, pues su más hondo deseo la
empujaba...
El
joven se tensó aún más y acercó sensiblemente la punta de su
espada a la garganta del encapuchado.
—¡Mentís!
—No
miento, Alteza. Pero eso lo sabéis vos tan bien como un humilde
servidor. Conocéis a vuestra amada, quizá más de lo que nadie
pueda hacerlo en este mundo; conocéis sus inclinaciones y su deseo
por la belleza.
Se
hizo un silencio que pareció eterno.
—Ella
vino a mí —continuó el anciano—, y yo accedí a su petición.
En verdad es tan bella... —dijo al tiempo que se giraba para
contemplar su cuerpo inmóvil—. Me cautivó y, casi de inmediato,
quise conservarla. He de decir que yo había adoptado la apariencia
de un joven apuesto, de forma que ella accedió por propia voluntad
al engaño que ahora sufre. Le prometí llevarla al centro de todo,
al lugar más puro, y ella quiso venir. Allí sigue ahora mismo.
—¡Moriréis!
—exclamó el príncipe en un acceso de ira al escuchar las palabras
del brujo mientras apretaba la punta de la espada en su garganta—.
Sacadla de ese trance enfermizo y os aseguro que no sufriréis.
—Por
desgracia —continuó el anciano con media sonrisa—, no es todo
tan sencillo, Alteza. La princesa entró por su propio pie en el
mundo que yo creé y, por tanto, de la misma forma ha de salir. Si
queréis que vuelva a esta realidad, tendréis que ser vos mismo
quien le haga ver esa necesidad. Y para ello, me temo, tendría que
ser también únicamente vuestra persona la que entre en ese mundo en
el que ella se encuentra.
—Decid
inmediatamente cómo puedo acceder.
—Únicamente
hay que beber un trago —continuó el brujo al tiempo que sacaba de
bajo su extraño hábito un pequeño frasco opaco—. Pero os
advierto que el proceso tiene una pega. En el caso de que halláseis
la forma de hacer salir a vuestra reina, necesitaréis que ella os
haga salir también a vos o desapareceréis allí para siempre. Mi
mundo no está preparado para alguien así. El problema es que ahora
mismo, la princesa ya no os recuerda, ni os ama ni sabe siquiera
quién sois. Únicamente el amor puede romper la barrera entre mi
mundo y este.
El
príncipe tomó el frasco de la mano del viejo y lo observó con
cautela sin retirar la espada del gaznate de aquel demonio
disfrazado.
—El
amor, Majestad... Recordad que el amor es la salida. Y, ahora —se
detuvo a respirar y continuó—, por favor matadme.
No
hizo falta mayor insistencia. Un movimiento fugaz y la hoja deshizo
la vida del brujo. Tales eran la rabia y la decisión que, sin
detenerse un mísero segundo, se encaminó hacia el cuerpo tumbado de
la mujer y ni tan siquiera reparó en el hecho de que, una vez los
restos mortales del brujo tocaron el suelo de la estancia, solamente
quedaba ya en ese lugar el hábito oscuro. Nada más. Ni cuerpo, ni
otro resto. El caballero avanzó hasta el altar de piedra donde yacía
ausente su amada. Con lágrimas en los ojos, producto tanto de las
ansias por volver a verla como del miedo que las palabras del brujo
le habían despertado en lo más profundo. Ya no lo recordaría, ni
le amaría... La había perdido. No lo pensó más o la tristeza lo
hubiese destrozado. Apoyó sus manos en el vientre de la mujer y,
lentamente, tras haber ingerido la pócima, descansó también la
frente sobre ella. Así esperó, olvidando el mundo, pensando en
ella, hasta que el efecto del brebaje le arrebató todo hálito de
vida y el cuerpo del joven cayó al suelo.
Como
si de un sueño se tratase y una eternidad hubiese tenido lugar
entretanto, el príncipe despertó en un paisaje idéntico al de
aquella visión de la noche anterior. Efectivamente, como recortada
al fondo en el horizonte se alzaba la silueta de la princesa,
llorando y perdida en su propio miedo. El hombre comenzó a correr y,
conforme arrancó la carrera se dio cuenta de que ya no era él
mismo. Su cuerpo se había cubierto de una película negra que lo
envolvía por completo. Aunque no parecía tanto una película sino
su misma piel, que se había tornado negra y vaporosa como si ardiese
por dentro. Era una locura, todo aquello lo era y ya empezaba a
olvidar el motivo de todo. Veía relámpagos desgarrar el cielo negro
y profundo; veía ríos de una lava roja como la sangre recorrer cual
venas la superficie de todo cuanto la vista alcanzaba. Además, el
estruendo... Un gran ruido como del mundo abriéndose y dejándose
morir. El aire, por otro lado, se movía en un viento infernal que
deshacía lo que encontraba a su paso y quemaba hasta las ideas más
remotas, incluidas aquellas que lo empujaban en ese abalanzarse
angustioso y desesperado que ya empezaba a olvidar. ¿Qué hacía
allí? Ese no era su lugar, le costaba respirar y no se reconocía en
nada sobre lo que posase la vista. Por si fuese poco, alguna fuerza
invisible le hacía moverse, continuar adelante en su huida. Pero,
¿huía? Ni eso recordaba ya, todo barrido por el viento pesado y
árido que llegaba hasta el corazón. Estaba perdido y notaba la
carga de todo un universo en sus espaldas, de uno distante, sin
embargo, e irreconocible. Aquel peso, la tensión insoportable, las
explosiones del cielo, el viento devorador, la... Como una chispa de
razón que milagrosamente rompiera el discurso de la locura que
avanzaba, el antiguo príncipe divisó la figura de aquella a quien
tanto quería. La carrera, pues, tenía todo el sentido que podía
necesitar. Tenía que hacerla salir de aquel mundo de enajenación
que, quizá en otro tiempo, pudiese hasta haber llegado a ser un
vergel.
Tras
esforzarse como nunca, la sombra en que se había convertido el
hombre llegó hasta su amada, quien todavía permanecía inmóvil en
la roja intemperie del mundo, sobre la roca ardiente. El príncipe la
agarró por los hombros y, zarandeándola, intentó hacerla reaccionar, pero los ojos de su reina seguían sumidos en un llanto
que lo anegaba todo.
—Protégeme...
—Tranquila,
estoy aquí —dijo entre sollozos la sombra—. Todo va a ir bien.
Intentó
moverla de su prisión invisible, pero el cuerpo de la mujer
continuaba clavado en el mismo lugar. Por más que le hablaba, la
mujer no alcanzaba a decir más allá de ese “protégeme” que
destrozaba lo que quedaba de él bajo aquella piel ahora oscura,
desnuda. Ese sentimiento lo encendía, rabiaba por dentro y todo su
interior se removía como ríos ardientes. No conseguiría hacerlo
reaccionar; aquella era la broma macabra del desaparecido brujo. La
princesa ya no encontraba un sólo rasgo conocido en el rostro oscuro
del hombre. De esa forma, a él le sería totalmente imposible
recordarle su amor, si esa era la única manera de mostrarle la
salida. Amor como única respuesta...
Sin
haberlo pensado y actuando por pura inercia, la sombra se introdujo
una mano en el pecho y, aún a sabiendas de lo que aquel acto
traería, se arrancó el corazón. De él goteaba su sangre: ríos de
oro que manaban sin cesar. El espacio entre la sombra y la princesa
se iluminó con la vida que se deshacía en la mano extendida del
antiguo príncipe. Gota a gota, un charco de luz se formaba bajo sus
pies, escampándose alrededor y encontrando su camino a través de la
roca. Aquella sangre resplandeciente se filtraba hasta el mismo
corazón de ese mundo demenciado; el corazón cada vez más vacío y
la tierra poco a poco más llena.
—Con
esta luz podrás encontrar el camino de salida. Toma, cógelo...
Pero
la joven no reaccionaba. Absorta en una imagen perdida del tiempo y
de la razón, sus ojos traspasaban corazón y sombra. Ni tan siquiera
aquel suicidio era capaz de apreciar. No reconocía a quien tenía
delante, mucho menos aún daba la importancia merecida al intento por
rescatarla del mundo oscuro y de dolor en que había quedado
atrapada. La luz del corazón de la sombra, cada vez menor en su
fluir ante la impotencia, pasaba ante la princesa como ríos de ruta
incalculable, corrientes desbocadas y condenadas a no llegar nunca al
mar; ríos sin importancia pues no los conocía y, por ello, de allí
no la iban a sacar.
El
tiempo se heló y, con el último suspiro de ese segundo final, la
última gota brillante que había caído del órgano ahora oscuro que la
sombra sostenía fuera de lugar se filtró en la roca roja y
desapareció. Ésta ni se inmutó. Desprovista de lo poco
restante que lo convertía en príncipe, ese liquido luminoso ya no
le pertenecía como tampoco le atañía el porvenir del corazón que
sostenía en la mano. En un soplido, éste dejó de latir y se
esfumó. Sombra y mujer se miraban, incapaces ya de verse el uno al
otro en aquella oscuridad que, una vez filtrada toda la luz del
príncipe, reinaba de nuevo en el rincón perdido en que se
encontraban. La nada se consumía entre ellos; un vacío viscoso y
lúgubre que no significaba absolutamente nada. Nada, como único
remanente de quien intentase rescatarla de cualquier modo, de quien
diese, primero todo lo que tenía dentro por sacarla de allí y, más
tarde, la vida misma al arrancarse el corazón del pecho. Nada, como
lo útil de aquellas acciones. Nada, como lo que llenaría el
silencio y el espacio para siempre.
De
repente, un temblor de tierra que se hizo notar y por el cual
tanto la sombra como la princesa acabaron en el suelo. Segundos
después y de nuevo en pie, la sombra vio como, de entre las grietas
que recorrían toda la superficie de roca roja, emanaba una luz
dorada de fuerza increíble. La oscuridad gritó alrededor. Alaridos
de dolor rebotaron en la inmensidad al partirse el cielo azabache en
mil jirones de luz. ¡Eso era! Imbuida del calor de esa luz tan
potente, un resquicio de cordura y recuerdo asaltó a la sombra y el
cuerpo se llenó momentáneamente de la luz del príncipe.
—¡¿Ves?!
¡¿Lo estás viendo?! —gritaba sin mover los labios—. ¡Esta es
la forma de salir! Vamos con la luz...
No
reaccionaba. Más aún, parecía ni inmutarse ante las palabras de la
sombra, así como ante el espectáculo de luz dorada que la rodeaba.
El
salvador comprendió de inmediato. No le reconocería jamás. No
identificaría ninguno de sus rasgos ni el recuerdo de su luz, esa
que tanto brillaba por ella. Cualquier cosa que hubiese sido propia
del príncipe quedaba ahora ya olvidada y relegada al más profundo
rincón del universo. De ninguna forma desaparecería la obsesión de
la princesa, aún bajo los efectos del conjuro del brujo maldito.
Aquella fijación que la había hecho olvidarse de todo y quedar,
como una muñeca de trapo, vacía y ausente. Pero la sombra lo había
comprendido y, de alguna manera inesperada, conocía ahora a la
perfección cada uno de los movimientos que sus músculos tenían que
efectuar para acabar de una vez por todas con aquello. Sabía, por
fin, cómo sacar a la princesa de aquella prisión opresiva.
Uno
de los brazos del hombre oscuro se lanzó como un proyectil disparado
hacia el suelo. En el impacto, piedras saltaron desde el hueco que
perforó la mano, y así se esparcieron sin control por todas partes. Ese
golpe tremendo fue seguido por el consiguiente del otro brazo. Así
comenzaron a hundirse más y más en la roca roja, cada vez más
profundo y más piedra abierta. Con un ímpetu que parecía venir de
otro mundo, la sombra se encorvaba sobre el abismo que estaba
provocando en la superficie roja. Atraído por alguna fuerza del
interior, como queriendo recuperar toda aquella sangre que vertiese
su antiguo corazón, el príncipe-sombra se dejaba la piel por
alcanzar algo en el centro mismo de aquel mundo. La expresión del
tiempo asomó a su oscuro rostro y allí danzaron recuerdos y
sentimientos, en un movimiento ritual y atávico. El impulso de mil
vidas aún por vivir le marcó la piel y ésta destiló la esencia
más pura. En un último movimiento, tan pausado como decidido, la
sombra arrancó del corazón de todo un sol brillante, ardiendo en
llamas doradas con reflejos de mil colores. Poco a poco, conteniendo
la esfera entre los brazos, se alzó el antiguo futuro rey y se
dirigió a su amada.
—Mira...
Mira bien lo que tengo —comenzó la sombra—. Este es el sol del
centro del mundo. Arde con el calor de lo eterno y se ha alimentado
de la luz de mi sangre, de mi propio corazón —continuó mientras
los ojos de la princesa contemplaban, ahora sí, el orbe de fuego que
él le mostraba—. Quizá el conjuro que te condenó no se rompa,
pero este sol es todo lo que yo puedo hacer, todo lo que se hará.
Tómalo, sostenlo frente a ti... Mira cómo gira el fuego eterno en
su interior, cómo sus brillos dorados se abren y expanden. Obsérvalo
con detenimiento y deja que lentamente entre en ti. Es todo lo que
soy...
Diciendo
eso, el príncipe acercó el sol a la mujer, que continuaba absorta
en el resplandor de la estrella. Tenía que ser así. El astro
llevaba dentro el corazón del príncipe cargado de todos los
recuerdos que existieron, de todo lo inventado para los dos y aún
por existir. Lleno estaba de tanto sentido y tantos momentos que
todavía no habían podido llegar. Tenía, en el centro de todo lo
posible, la razón de la existencia y del sacrificio que había
supuesto toda aquella aventura. En ese punto central se encontraba,
sencillamente, todo lo que aquel hombre había sentido; y la
princesa. Tenía que funcionar, tenía que ser eso...
La
mujer, abandonando la postura hierática que la mantenía ausente,
extendió los brazos y tomó el sol entre las manos. Con la
parsimonia de lo esperado durante tanto tiempo y el reflejo de miles
de recuerdos, sentimientos, emociones y vidas inventadas, en los ojos
de ella el sol extendió sus lenguas de fuego iridiscente y se fundió
así con su cuerpo. Lentamente, atravesando la piel misma del tiempo,
la luz penetraba en la princesa e iluminaba cada rincón de la
oscuridad que la había atenazado. Todo el hielo de su mundo se
deshizo y el reflejo de aquellas gotas cobró vida propia. El cielo
negro se abría en grietas del azul más intenso. La roja roca del
mundo interior y embrujado se iluminó también y una línea dorada
apareció en el horizonte. Con su avance y por allá por donde
pasaba, el paisaje desértico se transformaba en un vergel lleno de
vida. El aire, aquel árido y contaminado, cambió en una brisa que
limpiaba el mundo. Tenía que funcionar, y así sería.
—¿Vienes
conmigo? —preguntó ella, aún sin poder conocer la cara de aquella
sombra que la rescataba, que le había entregado todo lo que tenía.
El
príncipe esbozó una sonrisa que resumió la resignación de la
forma más perfecta. Se dispuso a responder a la petición, ya
sintiendo el peso de toda su existencia sobre los hombros.
Anticipándose a sus palabras, una sensación espantosa le recorrió
el cuerpo, como un escalofrío ardiente; eso le recordó que el
futuro le deparaba algo completamente distinto de aquello que estaba
a punto de decir. Con esa sonrisa y toda la tristeza que cabía en
él, dejando todo su amor en el sol regalado junto a todos sus
recuerdos —ya notaba como la memoria comenzaba a fallarle, creando
huecos que devoraban los lugares en que había guardado todo,
incluida ella—, finalmente contestó:
—Yo
te espero aquí.
La
luz del sol de la princesa terminó su efecto y la devolvió al mundo
que le correspondía, aquel que siempre había habitado y que debía
ser su hogar, en el castillo de siempre, en el valle, entre seres
queridos. La línea dorada alcanzó el final de su recorrido y la
roca negra se cubrió de musgos y hierbas. El cielo abandonó por
completo el negro que lo contaminase y adoptó el azul más intenso.
El aire, limpio como nunca, recuperó la frescura de los días de
libertad. El mundo, después de todo, quedaba como tenía que ser y
la ella podría, de una vez por todas, convertirse en la reina de su
futuro. Habría un nuevo rey.
La
sombra no pudo ver el resultado de su sacrificio. Sin tiempo para
reaccionar, su princesa había desaparecido de aquel mundo que lo
había hecho ahora su único habitante. Había podido entrar en él y
hacerla a ella salir, pero en el camino había tenido que dejar su
corazón dentro del de aquella desconocida a la sombra en que él se
había convertido. Una vez lejos el sol, nada del príncipe quedó en
el cuerpo ahora vacío, hueco, nada que recordase a un mísero
vestigio de su existencia. La oscuridad había podido al irse su luz
interior y el mundo volvió a aquella penumbra de embrujo. Allí,
mínimamente consciente de que lo único que eventualmente lo sacaría
de esa prisión interior habría de ser un amor como el que dejaba
escapar, la sombra se sumió en el olvido de esperar sin razones,
perdida en áridos desiertos interminables hasta que alguien la
viniese por fin a buscar.
Con
el último susurro de la consciencia, lo poco que quedaba de príncipe
dijo antes de sucumbir a la sombra y al olvido:
—Te
espero aquí...
Acto
seguido, la oscuridad invadió el mundo y el príncipe ya no existió
más, olvidando todo lo que era, todo lo que había querido, en una
posición de espera que quizá nunca llegaría a su final."