"No hay poesía entre nosotros", le dijo el papel al bolígrafo.
"Tu piensas aún en quien no pensará en ti como quisieras,
y yo aquí, a la espera, sólo quiero darte una salida.
Pero no nos encontraremos entre tantas palabras
que,
de meditadas, quedan al final no escritas y perdidas.
No verás más allá de tu punta y, mientras tanto,
yo seguiré aquí tendido y en blanco,
intentando que sigas de alguna forma con tu vida;
esa que una vez tras otra hemos descrito;
esa en que, tú y yo juntos, tanto hemos pasado.
Así que, siento decirlo, pero olvida:
olvida que el daño ya está hecho,
olvida que la ocasión ha pasado,
olvida que no era lo que pensabas,
olvida que, al fin y al cabo, ni te conocía.
Haz lo que sea necesario, pero
si quieres volver a escribirme: olvida"
lunes, 27 de junio de 2016
jueves, 16 de junio de 2016
LA PRINCESA Y EL SOL
"A
primera hora de la tarde, uno de los hombres de confianza del rey se
acercó a los aposentos del príncipe. Tras llamar a la puerta con
mucha decisión, esta se abrió y apareció la figura alta y robusta
del joven. Sus ojos, en un estado de nervios que el confidente ya
conocía —así como todo el reino—, se abrieron de par en par con
ansias de saber. Desde hacía dos días y dos noches la princesa se
encontraba en paradero desconocido, dejando misteriosamente a toda la
corte en vilo, desesperados ante la incertidumbre de si volverían a
ver a su futura reina.
—Majestad,
vuestros espías han tenido noticias de que, con mucha probabilidad,
la princesa se encuentra recluida en una cueva a dos días a caballo
de aquí. Según aldeanos de la zona, una mujer joven y con los
rasgos de vuestra amada llegó acompañada de un brujo que apareciera
por el lugar unos meses antes.
Al
escuchar toda la información que su hombre le daba, los nervios del
príncipe, ya alterados de por sí, consiguieron dispararse. En un
acceso violento se giró, recogió su espada de encima del lecho
(intacto desde hacía dos días), se colocó la cota de malla y,
guantes en la mano, emprendió la marcha hacia los establos. Al ver
la actitud de su señor, apresurada y nada recomendable, el hombre de
confianza intentó persuadirlo.
—Alteza,
quizá no convendría una acción sin premeditar. A la desesperada...
—¡Prepara
mi caballo! —interrumpió el futuro rey—. Iré solo. No reveles
esta información a nadie.
—Pero,
majestad...
El
confidente intentó convencer a su señor, pero las ideas ya estaban
claras en su mente. El miedo, todo ese miedo que se había acumulado
en su interior a lo largo de los últimos dos días sin noticias de
la princesa explotó de golpe e inundó hasta el más mínimo rincón
de su cuerpo, convertido este pavor, esa angustia, en el valor más
aguerrido que un caballero pudiese desear en el fragor de la batalla.
Su sangre, como impulsada por la fuerza de la magia más potente, se
había convertido en un torrente salvaje. Ni una sola idea era capaz
de resistir el azote al que sucumbía el corazón, en pleno frenesí
tan sólo la preocupación y la necesidad imperiosa por salvar a su
amada de quién pudiese saber qué clase de sufrimientos. Ya nada
albergaba una mínima importancia más allá que traerla consigo de
vuelta. Con esa única razón y los sentidos ardiendo a flor de piel,
el príncipe se dirigió raudo hacia los establos reales. Si ese
caballo suyo descendía de un linaje de reyes, esa tarde tendría la
oportunidad de demostrarlo. Las puertas se abrían a su paso, por su
mera presencia y, en pocos minutos, el señor alcanzó los establos.
El animal estaba listo para partir. Como de costumbre, había sido
equipado para la batalla: cota de malla puesta y alforjas que
contenían una espada de repuesto, una hacha y algún otro utensilio.
El caballero rápidamente desarmó al animal y no dejó otra cosa que
la silla y las riendas. No importaba en esa ocasión, pues lo único
que primaba era la rapidez en llegar a aquella maldita cueva. Una vez
allí, su espada sería lo único necesario para destrozar al brujo.
No saldría de allí con vida.
Con
la locura del amor en la cabeza, alimentado del miedo y del valor
incondicional, el príncipe y su montura partieron en busca del final
de aquella tortura que no debió haber durado ni un segundo. A la
grupa de su caballo, el paisaje se deshacía en manchas informes que,
a medida que caía el sol de aquella tarde, comenzaban a tornarse más
y más oscuras. Las piedras del camino huían a toda prisa de los
cascos del animal que, como imbuido el ánimo salvaje de su jinete, imprimía una fuerza descomunal con cada patada que descargaba
contra el suelo. El aire se había vuelto de un frío cortante que
obligaba al hombre a entornar los ojos para protegerse. Sentía el
mundo entero congelarse a su alrededor y así lo hacía el también
por dentro, temblando en su fuero interno con la dudad del bienestar
de su futura esposa. Añadido esto al hecho de que al caballo le
costaba avanzar cada vez más por falta de energías, el jinete tomó
la decisión de detenerse en un recodo del camino y allí pasar la
noche. Además, necesitaba parar para hablar con esa luna que tan
ligada a la princesa se encontraba. Descansaría y rezaría a los
dioses por el buen fin de aquella historia en la que se había visto
de repente; mas de no poderla traer consigo de vuelta, él tampoco
regresaría jamás, si bien la muerte tuviese que llevarlo también.
Pensado
esto, el hombre se acomodó junto al tronco de un gran árbol, pidió
a sus dioses y, tras contemplar fijamente la luna durante unos
minutos, cayó en un profundo sueño por el cansancio de toda esa
preocupación, del miedo por su princesa y de las ansias por volverla
a ver sana y salva. Una vez en ese estado onírico, lentamente, como
si quisiera matar con sus palabras, la boca de un viejo comenzó a
susurrar frases ininteligibles para el príncipe. Un eco de otra
realidad hacia rebotar el sonido por todas partes creando un murmullo
que iba paulatinamente en aumento. Todo más allá de ese rostro
estaba oscuro, tintado de rojo aquí y allá en manchas luminosas y
profundas que cambiaban de forma sin cesar como si, al ser tocadas
por aquellos susurros amenazantes, huyesen sabedoras de que iban a
desparecer. Y el eco que se acumulaba más y más alrededor mientras
la mueca inexpresiva del rostro maldito se tornaba una lúgubre
sonrisa. El murmullo subió y subió de volumen hasta que, en una
caos final, la visión se transfiguró de golpe y el rostro enfermizo
y susurrante dio paso al de su princesa, desatado en desesperación,
ojos idos y gestos desencajados, sumida en el pánico.
—¡Protégeme!
Un
alarido y no hubo más. La escena se desintegró de repente y el
rostro de su amada se esfumó ante él como lo hizo también el
sueño. Despierto, empapado en sudor y casi sin respiración, el
príncipe trató con todas sus fuerzas de deshacerse del recuerdo
que, de tan reciente, aún le parecía flotar ante él. Imposible
comprender cómo había sucedido, pero bien claro quedaba que su
amada corría un gran peligro. Se removió en el hueco del árbol
bajo el cual se había protegido de la noche y, escaso de fuerzas a
causa de la pesadilla, ensilló su caballo y emprendió de nuevo el
camino hacia aquella cueva donde esperaba encontrar a la princesa.
A
pesar de haberlo intentado de cualquier manera que se le ocurriese,
los ojos desbordados de la mujer no abandonaban la mente del hombre,
presentes en lo alto del mundo, contagiándolo todo del dolor y de la
locura que de ellos emanaba. Al fin y al cabo, aquello era de
esperar, pues su único objetivo compartía destino con el origen del
sueño. Nada más, ni una sola idea podía cruzar su mente a medida
que el caballo se dejaba la vida en un galope frenético, como si
adivinase la necesidad y la voluntad de su dueño. Así transcurrió
la mañana, en un silencio marcado por el ritmo de los cascos del
animal, un patrón que creaba los únicos sonidos que acompañarían
al jinete en aquella gesta, la más importante de su vida.
Tras
las paradas imprescindibles para dar de beber al caballo y únicamente
ese estricto tiempo en que el animal daba un par de tragos de agua,
la noche volvió a empapar el paisaje y matojos, árboles, camino,
montañas... Todo quedó cubierto de una densa niebla que no permitía
a la vista del jinete alcanzar sino apenas unos pasos por delante de
ellos. Se hacía imposible continuar sin matarse en un traspié del
caballo, de forma que ambos hicieron el último alto que disfrutarían
en su camino. Sería demasiado peligroso proseguir, aunque el
príncipe no dudaría un momento en pagar con su propia vida el
precio de la libertad de su princesa, de su felicidad. Sin embargo, y
era la razón principal a tener en cuenta, el bienestar de su amada
dependía por entero, al parecer, de que él pudiese llegar para
rescatarla.
Entre
cavilaciones y nervios que no se calmaban, el caballero cayó en un
sueño ligero y bastante movido. Como si escapase de quién podría
saber qué ataques, unos espasmos irregulares y frenéticos le hacían
cambiar de postura sin cesar. En su mente, de vuelta en un mundo de
sueños escondidos, algo no iba como debía. El páramo se asombraba
bajo la ausencia de todo. Únicamente un erial rojizo se extendía
inconmensurable ante la sombra que el príncipe era en sus propios
sueños. El cielo, del negro más azabache, se encendía en fogonazos
que, como llegados de otros mundos, crepitaban en lo alto sin la
existencia de nube alguna. Miles de luces que daban forma a la nada.
Pero, nada... No, al fondo, en mitad del horizonte de aquel paisaje
esperpéntico, una figura se erguía en el centro de todo. De pie,
como esperando a la vida misma, la mujer se mantenía inmóvil; ni
siquiera algún cabello movido por el árido viento de ese desierto.
Y tan lejos que estaba... A pesar de ello, los ojos interiores del
joven podían verla con tanta claridad como si ella estuviese a dos
pasos de él. Lloraba. Estaba llorando sin consuelo y sus lágrimas,
al caer en la tierra carmesí, se evaporaban como esperanzas que se
sabrían imposibles de alcanzar. Lloraba y eso partía en dos al
hombre, a la sombra oscura que era siempre en sus sueños; lo
desarmaba por completo, corazón inundado y a punto de desbordar.
Entre lágrima y lágrima, la voz suave de la mujer le llegaba en un
suspiro mártir que repetía una y otra vez: “¡Necesito que me
protejas!”. Oyendo la desesperación del mensaje, la silueta del
príncipe se dio a la carrera pero, cuanto más avanzaba, más lejos
se encontraban el uno del otro. “¡Necesito que me protejas!”.
Inmovilidad. Corrió y corrió hasta que, eternidades pasadas, el
mundo entero, princesa y susurros se fundieron en la más densa
oscuridad.
Se
hizo el día. Caballo ensillado y espada en mano, el príncipe pensó
con tanta fuerza en llegar de una vez por todas hasta su princesa
que, como fruto de un acto de magia, de una oscura e incomprensible,
cuando pudo reaccionar y darse cuenta, se hallaba a poca distancia de
la entrada a una cueva oscura, lúgubre, toda la roca cubierta de
musgo, helechos y restos secos de plantas que una vez estuvieron
vivas, hogar ahora de miles de arañas y sus telas. No recordaba
absolutamente nada del camino recorrido hasta allí, de cómo podía
haber llegado ni qué instinto podía haberle guiado hasta aquella
gruta. Únicamente era consciente de que ella estaba allí dentro; lo
sentía en lo más profundo de su corazón como un dolor punzante,
hormigueo hirviente en las puntas de sus dedos. Se encontraba allí y
lo tenía por tan cierto como que no necesitaba verla para saber cómo
se sentía. Lo sabía como sabía que, de alguna forma, pronto
la tendría que olvidar. Amarró las riendas del caballo a un árbol
cercano y, de bajo su cota de malla, a la altura del pecho, extrajo
un pequeño pañuelo blanco que había cogido antes de partir. Lo
acercó a la nariz del animal y este resopló un par de veces. Actos
seguido, guardó de nuevo la pequeña pieza de fina tela perfumada en
el lugar que había ocupado hasta ese momento y se encaminó hacia la
entrada. Unos pasos al frente y el príncipe quedó engullido por la
penumbra de la cueva.
Tras
caminar cerca de cien pasos en el interior de aquella oscuridad
creciente entre telarañas y humedad, se abrió un espacio más
grande y diáfano. Al fondo, como único elemento de la enorme sala e
iluminado por una tea ardiente que a duras penas arrojaba algo de luz
se alzaba una roca con forma de gran mesa, quizá un altar. El
caballero no tuvo tiempo ni de pensar y se lanzó a la carrera en
dirección al lugar en el que sabía cierto que encontraría a la
princesa. Y así fue tras superar el eco de sus pisadas. Tumbada
frente a él en aquella especie de lecho de piedra, la joven yacía
con los ojos cerrados, como dormida en una posición angelical. O,
acaso, mortuoria. El hombre se desencintó la espada, todavía en su
vaina, y se despojó de la cota de malla que le protegía. Acto
seguido, se abalanzó sobre la mujer con la ferviente esperanza de
que estuviese aún con vida. Acercó la mejilla al rostro de la mujer
y así pudo comprobar que aún respiraba. Viva...
—Vos
sois el futuro rey... Os esperaba, —anunció de súbito una voz
profunda y vieja, lentamente como si el peso de siglos anidase en
esas palabras.
El
príncipe, raudo, recuperó la espada del suelo y se puso en guardia.
—¡Salid
de esas sombras traicioneras! ¡Salid, os digo, quienquiera que
seáis!
El
sonido de los pies del extraño al arrastrarse por la dura roca del
suelo de la cueva creó un ritmo cadencioso que no hizo sino alterar el
del corazón del hombre, que a punto estaba de atravesar la
empuñadura de su arma con los dedos. Con parsimonia, una figura de
corta estatura se aproximó encapuchada y vestida con lo que parecían
los hábitos de un monje renegado y oscuro. Desde detrás de la
antorcha, a la distancia adecuada para sumirse en la oscuridad, el
brujo caminó hasta que la distancia fue tan corta entre el caballero
y él, que el primero alzó la espada y la puso a la altura de la
garganta del brujo, como un depredador que marcase su presa.
—Majestad,
—interrumpió la voz del mago en el silencio mortecino que había
en aquella sala—, la precipitación podría costaros muy cara, ¿no
creéis?
Su
voz sonaba burlona y malintencionada, como tentando al príncipe a
acabar antes de tiempo y, de alguna forma extraña, ganar una partida
de un juego macabro al que solamente el brujo sabía jugar. Los ojos
que miraban atentos tras la empuñadura de la hoja temblaban en un
espasmo, incapaces de comprender de golpe lo que ocurría. Ese gesto
no pasó desapercibido para el anciano, que continuó con su
discurso.
—La
princesa, Majestad, vino a mí hace algún tiempo. Ardía en deseos
de conocer los secretos del mundo, su magia, las razones y causas más
escondidas. Vino por propia voluntad, pues su más hondo deseo la
empujaba...
El
joven se tensó aún más y acercó sensiblemente la punta de su
espada a la garganta del encapuchado.
—¡Mentís!
—No
miento, Alteza. Pero eso lo sabéis vos tan bien como un humilde
servidor. Conocéis a vuestra amada, quizá más de lo que nadie
pueda hacerlo en este mundo; conocéis sus inclinaciones y su deseo
por la belleza.
Se
hizo un silencio que pareció eterno.
—Ella
vino a mí —continuó el anciano—, y yo accedí a su petición.
En verdad es tan bella... —dijo al tiempo que se giraba para
contemplar su cuerpo inmóvil—. Me cautivó y, casi de inmediato,
quise conservarla. He de decir que yo había adoptado la apariencia
de un joven apuesto, de forma que ella accedió por propia voluntad
al engaño que ahora sufre. Le prometí llevarla al centro de todo,
al lugar más puro, y ella quiso venir. Allí sigue ahora mismo.
—¡Moriréis!
—exclamó el príncipe en un acceso de ira al escuchar las palabras
del brujo mientras apretaba la punta de la espada en su garganta—.
Sacadla de ese trance enfermizo y os aseguro que no sufriréis.
—Por
desgracia —continuó el anciano con media sonrisa—, no es todo
tan sencillo, Alteza. La princesa entró por su propio pie en el
mundo que yo creé y, por tanto, de la misma forma ha de salir. Si
queréis que vuelva a esta realidad, tendréis que ser vos mismo
quien le haga ver esa necesidad. Y para ello, me temo, tendría que
ser también únicamente vuestra persona la que entre en ese mundo en
el que ella se encuentra.
—Decid
inmediatamente cómo puedo acceder.
—Únicamente
hay que beber un trago —continuó el brujo al tiempo que sacaba de
bajo su extraño hábito un pequeño frasco opaco—. Pero os
advierto que el proceso tiene una pega. En el caso de que halláseis
la forma de hacer salir a vuestra reina, necesitaréis que ella os
haga salir también a vos o desapareceréis allí para siempre. Mi
mundo no está preparado para alguien así. El problema es que ahora
mismo, la princesa ya no os recuerda, ni os ama ni sabe siquiera
quién sois. Únicamente el amor puede romper la barrera entre mi
mundo y este.
El
príncipe tomó el frasco de la mano del viejo y lo observó con
cautela sin retirar la espada del gaznate de aquel demonio
disfrazado.
—El
amor, Majestad... Recordad que el amor es la salida. Y, ahora —se
detuvo a respirar y continuó—, por favor matadme.
No
hizo falta mayor insistencia. Un movimiento fugaz y la hoja deshizo
la vida del brujo. Tales eran la rabia y la decisión que, sin
detenerse un mísero segundo, se encaminó hacia el cuerpo tumbado de
la mujer y ni tan siquiera reparó en el hecho de que, una vez los
restos mortales del brujo tocaron el suelo de la estancia, solamente
quedaba ya en ese lugar el hábito oscuro. Nada más. Ni cuerpo, ni
otro resto. El caballero avanzó hasta el altar de piedra donde yacía
ausente su amada. Con lágrimas en los ojos, producto tanto de las
ansias por volver a verla como del miedo que las palabras del brujo
le habían despertado en lo más profundo. Ya no lo recordaría, ni
le amaría... La había perdido. No lo pensó más o la tristeza lo
hubiese destrozado. Apoyó sus manos en el vientre de la mujer y,
lentamente, tras haber ingerido la pócima, descansó también la
frente sobre ella. Así esperó, olvidando el mundo, pensando en
ella, hasta que el efecto del brebaje le arrebató todo hálito de
vida y el cuerpo del joven cayó al suelo.
Como
si de un sueño se tratase y una eternidad hubiese tenido lugar
entretanto, el príncipe despertó en un paisaje idéntico al de
aquella visión de la noche anterior. Efectivamente, como recortada
al fondo en el horizonte se alzaba la silueta de la princesa,
llorando y perdida en su propio miedo. El hombre comenzó a correr y,
conforme arrancó la carrera se dio cuenta de que ya no era él
mismo. Su cuerpo se había cubierto de una película negra que lo
envolvía por completo. Aunque no parecía tanto una película sino
su misma piel, que se había tornado negra y vaporosa como si ardiese
por dentro. Era una locura, todo aquello lo era y ya empezaba a
olvidar el motivo de todo. Veía relámpagos desgarrar el cielo negro
y profundo; veía ríos de una lava roja como la sangre recorrer cual
venas la superficie de todo cuanto la vista alcanzaba. Además, el
estruendo... Un gran ruido como del mundo abriéndose y dejándose
morir. El aire, por otro lado, se movía en un viento infernal que
deshacía lo que encontraba a su paso y quemaba hasta las ideas más
remotas, incluidas aquellas que lo empujaban en ese abalanzarse
angustioso y desesperado que ya empezaba a olvidar. ¿Qué hacía
allí? Ese no era su lugar, le costaba respirar y no se reconocía en
nada sobre lo que posase la vista. Por si fuese poco, alguna fuerza
invisible le hacía moverse, continuar adelante en su huida. Pero,
¿huía? Ni eso recordaba ya, todo barrido por el viento pesado y
árido que llegaba hasta el corazón. Estaba perdido y notaba la
carga de todo un universo en sus espaldas, de uno distante, sin
embargo, e irreconocible. Aquel peso, la tensión insoportable, las
explosiones del cielo, el viento devorador, la... Como una chispa de
razón que milagrosamente rompiera el discurso de la locura que
avanzaba, el antiguo príncipe divisó la figura de aquella a quien
tanto quería. La carrera, pues, tenía todo el sentido que podía
necesitar. Tenía que hacerla salir de aquel mundo de enajenación
que, quizá en otro tiempo, pudiese hasta haber llegado a ser un
vergel.
Tras
esforzarse como nunca, la sombra en que se había convertido el
hombre llegó hasta su amada, quien todavía permanecía inmóvil en
la roja intemperie del mundo, sobre la roca ardiente. El príncipe la
agarró por los hombros y, zarandeándola, intentó hacerla reaccionar, pero los ojos de su reina seguían sumidos en un llanto
que lo anegaba todo.
—Protégeme...
—Tranquila,
estoy aquí —dijo entre sollozos la sombra—. Todo va a ir bien.
Intentó
moverla de su prisión invisible, pero el cuerpo de la mujer
continuaba clavado en el mismo lugar. Por más que le hablaba, la
mujer no alcanzaba a decir más allá de ese “protégeme” que
destrozaba lo que quedaba de él bajo aquella piel ahora oscura,
desnuda. Ese sentimiento lo encendía, rabiaba por dentro y todo su
interior se removía como ríos ardientes. No conseguiría hacerlo
reaccionar; aquella era la broma macabra del desaparecido brujo. La
princesa ya no encontraba un sólo rasgo conocido en el rostro oscuro
del hombre. De esa forma, a él le sería totalmente imposible
recordarle su amor, si esa era la única manera de mostrarle la
salida. Amor como única respuesta...
Sin
haberlo pensado y actuando por pura inercia, la sombra se introdujo
una mano en el pecho y, aún a sabiendas de lo que aquel acto
traería, se arrancó el corazón. De él goteaba su sangre: ríos de
oro que manaban sin cesar. El espacio entre la sombra y la princesa
se iluminó con la vida que se deshacía en la mano extendida del
antiguo príncipe. Gota a gota, un charco de luz se formaba bajo sus
pies, escampándose alrededor y encontrando su camino a través de la
roca. Aquella sangre resplandeciente se filtraba hasta el mismo
corazón de ese mundo demenciado; el corazón cada vez más vacío y
la tierra poco a poco más llena.
—Con
esta luz podrás encontrar el camino de salida. Toma, cógelo...
Pero
la joven no reaccionaba. Absorta en una imagen perdida del tiempo y
de la razón, sus ojos traspasaban corazón y sombra. Ni tan siquiera
aquel suicidio era capaz de apreciar. No reconocía a quien tenía
delante, mucho menos aún daba la importancia merecida al intento por
rescatarla del mundo oscuro y de dolor en que había quedado
atrapada. La luz del corazón de la sombra, cada vez menor en su
fluir ante la impotencia, pasaba ante la princesa como ríos de ruta
incalculable, corrientes desbocadas y condenadas a no llegar nunca al
mar; ríos sin importancia pues no los conocía y, por ello, de allí
no la iban a sacar.
El
tiempo se heló y, con el último suspiro de ese segundo final, la
última gota brillante que había caído del órgano ahora oscuro que la
sombra sostenía fuera de lugar se filtró en la roca roja y
desapareció. Ésta ni se inmutó. Desprovista de lo poco
restante que lo convertía en príncipe, ese liquido luminoso ya no
le pertenecía como tampoco le atañía el porvenir del corazón que
sostenía en la mano. En un soplido, éste dejó de latir y se
esfumó. Sombra y mujer se miraban, incapaces ya de verse el uno al
otro en aquella oscuridad que, una vez filtrada toda la luz del
príncipe, reinaba de nuevo en el rincón perdido en que se
encontraban. La nada se consumía entre ellos; un vacío viscoso y
lúgubre que no significaba absolutamente nada. Nada, como único
remanente de quien intentase rescatarla de cualquier modo, de quien
diese, primero todo lo que tenía dentro por sacarla de allí y, más
tarde, la vida misma al arrancarse el corazón del pecho. Nada, como
lo útil de aquellas acciones. Nada, como lo que llenaría el
silencio y el espacio para siempre.
De
repente, un temblor de tierra que se hizo notar y por el cual
tanto la sombra como la princesa acabaron en el suelo. Segundos
después y de nuevo en pie, la sombra vio como, de entre las grietas
que recorrían toda la superficie de roca roja, emanaba una luz
dorada de fuerza increíble. La oscuridad gritó alrededor. Alaridos
de dolor rebotaron en la inmensidad al partirse el cielo azabache en
mil jirones de luz. ¡Eso era! Imbuida del calor de esa luz tan
potente, un resquicio de cordura y recuerdo asaltó a la sombra y el
cuerpo se llenó momentáneamente de la luz del príncipe.
—¡¿Ves?!
¡¿Lo estás viendo?! —gritaba sin mover los labios—. ¡Esta es
la forma de salir! Vamos con la luz...
No
reaccionaba. Más aún, parecía ni inmutarse ante las palabras de la
sombra, así como ante el espectáculo de luz dorada que la rodeaba.
El
salvador comprendió de inmediato. No le reconocería jamás. No
identificaría ninguno de sus rasgos ni el recuerdo de su luz, esa
que tanto brillaba por ella. Cualquier cosa que hubiese sido propia
del príncipe quedaba ahora ya olvidada y relegada al más profundo
rincón del universo. De ninguna forma desaparecería la obsesión de
la princesa, aún bajo los efectos del conjuro del brujo maldito.
Aquella fijación que la había hecho olvidarse de todo y quedar,
como una muñeca de trapo, vacía y ausente. Pero la sombra lo había
comprendido y, de alguna manera inesperada, conocía ahora a la
perfección cada uno de los movimientos que sus músculos tenían que
efectuar para acabar de una vez por todas con aquello. Sabía, por
fin, cómo sacar a la princesa de aquella prisión opresiva.
Uno
de los brazos del hombre oscuro se lanzó como un proyectil disparado
hacia el suelo. En el impacto, piedras saltaron desde el hueco que
perforó la mano, y así se esparcieron sin control por todas partes. Ese
golpe tremendo fue seguido por el consiguiente del otro brazo. Así
comenzaron a hundirse más y más en la roca roja, cada vez más
profundo y más piedra abierta. Con un ímpetu que parecía venir de
otro mundo, la sombra se encorvaba sobre el abismo que estaba
provocando en la superficie roja. Atraído por alguna fuerza del
interior, como queriendo recuperar toda aquella sangre que vertiese
su antiguo corazón, el príncipe-sombra se dejaba la piel por
alcanzar algo en el centro mismo de aquel mundo. La expresión del
tiempo asomó a su oscuro rostro y allí danzaron recuerdos y
sentimientos, en un movimiento ritual y atávico. El impulso de mil
vidas aún por vivir le marcó la piel y ésta destiló la esencia
más pura. En un último movimiento, tan pausado como decidido, la
sombra arrancó del corazón de todo un sol brillante, ardiendo en
llamas doradas con reflejos de mil colores. Poco a poco, conteniendo
la esfera entre los brazos, se alzó el antiguo futuro rey y se
dirigió a su amada.
—Mira...
Mira bien lo que tengo —comenzó la sombra—. Este es el sol del
centro del mundo. Arde con el calor de lo eterno y se ha alimentado
de la luz de mi sangre, de mi propio corazón —continuó mientras
los ojos de la princesa contemplaban, ahora sí, el orbe de fuego que
él le mostraba—. Quizá el conjuro que te condenó no se rompa,
pero este sol es todo lo que yo puedo hacer, todo lo que se hará.
Tómalo, sostenlo frente a ti... Mira cómo gira el fuego eterno en
su interior, cómo sus brillos dorados se abren y expanden. Obsérvalo
con detenimiento y deja que lentamente entre en ti. Es todo lo que
soy...
Diciendo
eso, el príncipe acercó el sol a la mujer, que continuaba absorta
en el resplandor de la estrella. Tenía que ser así. El astro
llevaba dentro el corazón del príncipe cargado de todos los
recuerdos que existieron, de todo lo inventado para los dos y aún
por existir. Lleno estaba de tanto sentido y tantos momentos que
todavía no habían podido llegar. Tenía, en el centro de todo lo
posible, la razón de la existencia y del sacrificio que había
supuesto toda aquella aventura. En ese punto central se encontraba,
sencillamente, todo lo que aquel hombre había sentido; y la
princesa. Tenía que funcionar, tenía que ser eso...
La
mujer, abandonando la postura hierática que la mantenía ausente,
extendió los brazos y tomó el sol entre las manos. Con la
parsimonia de lo esperado durante tanto tiempo y el reflejo de miles
de recuerdos, sentimientos, emociones y vidas inventadas, en los ojos
de ella el sol extendió sus lenguas de fuego iridiscente y se fundió
así con su cuerpo. Lentamente, atravesando la piel misma del tiempo,
la luz penetraba en la princesa e iluminaba cada rincón de la
oscuridad que la había atenazado. Todo el hielo de su mundo se
deshizo y el reflejo de aquellas gotas cobró vida propia. El cielo
negro se abría en grietas del azul más intenso. La roja roca del
mundo interior y embrujado se iluminó también y una línea dorada
apareció en el horizonte. Con su avance y por allá por donde
pasaba, el paisaje desértico se transformaba en un vergel lleno de
vida. El aire, aquel árido y contaminado, cambió en una brisa que
limpiaba el mundo. Tenía que funcionar, y así sería.
—¿Vienes
conmigo? —preguntó ella, aún sin poder conocer la cara de aquella
sombra que la rescataba, que le había entregado todo lo que tenía.
El
príncipe esbozó una sonrisa que resumió la resignación de la
forma más perfecta. Se dispuso a responder a la petición, ya
sintiendo el peso de toda su existencia sobre los hombros.
Anticipándose a sus palabras, una sensación espantosa le recorrió
el cuerpo, como un escalofrío ardiente; eso le recordó que el
futuro le deparaba algo completamente distinto de aquello que estaba
a punto de decir. Con esa sonrisa y toda la tristeza que cabía en
él, dejando todo su amor en el sol regalado junto a todos sus
recuerdos —ya notaba como la memoria comenzaba a fallarle, creando
huecos que devoraban los lugares en que había guardado todo,
incluida ella—, finalmente contestó:
—Yo
te espero aquí.
La
luz del sol de la princesa terminó su efecto y la devolvió al mundo
que le correspondía, aquel que siempre había habitado y que debía
ser su hogar, en el castillo de siempre, en el valle, entre seres
queridos. La línea dorada alcanzó el final de su recorrido y la
roca negra se cubrió de musgos y hierbas. El cielo abandonó por
completo el negro que lo contaminase y adoptó el azul más intenso.
El aire, limpio como nunca, recuperó la frescura de los días de
libertad. El mundo, después de todo, quedaba como tenía que ser y
la ella podría, de una vez por todas, convertirse en la reina de su
futuro. Habría un nuevo rey.
La
sombra no pudo ver el resultado de su sacrificio. Sin tiempo para
reaccionar, su princesa había desaparecido de aquel mundo que lo
había hecho ahora su único habitante. Había podido entrar en él y
hacerla a ella salir, pero en el camino había tenido que dejar su
corazón dentro del de aquella desconocida a la sombra en que él se
había convertido. Una vez lejos el sol, nada del príncipe quedó en
el cuerpo ahora vacío, hueco, nada que recordase a un mísero
vestigio de su existencia. La oscuridad había podido al irse su luz
interior y el mundo volvió a aquella penumbra de embrujo. Allí,
mínimamente consciente de que lo único que eventualmente lo sacaría
de esa prisión interior habría de ser un amor como el que dejaba
escapar, la sombra se sumió en el olvido de esperar sin razones,
perdida en áridos desiertos interminables hasta que alguien la
viniese por fin a buscar.
Con
el último susurro de la consciencia, lo poco que quedaba de príncipe
dijo antes de sucumbir a la sombra y al olvido:
—Te
espero aquí...
Acto
seguido, la oscuridad invadió el mundo y el príncipe ya no existió
más, olvidando todo lo que era, todo lo que había querido, en una
posición de espera que quizá nunca llegaría a su final."
sábado, 11 de junio de 2016
SI EL CIELO ESTÁ GRIS
"La soledad no está tan sola, ¿no ves
que a mi no me abandona? Como una tempestad que va arrancando los
tejados, no sé quién me quitó lo que jamás me habían dado*. Nunca
en la vida comprenderé ese ansias por despojar de lo merecido, de lo
vivido y cuidado en cada instante; no entenderé las pérdidas de
tiempos en amores tan distantes que apenas se pueden percibir. Porque
de percibir hubo su tiempo y quizá se malgastó en conversaciones
banales e intentos de que se pensase bien, de que las ideas fuesen
las correctas y la forma de sentir respondiese. Quizá la soledad
prefiere de carnes que pueda morder, dentelleada a dentellada entre
sonrisa y sonrisa que ocultan lo sentido en pro de un nuevo sentir
que no es el propio. En pro de algo que se va a acabar.
No entenderé, porque ni quiero
intentarlo, cómo siente otra gente que no atina a ver por los mismos
ojos los colores que se despliegan, a esa gente a la que se intenta
corresponder, aliviar y, al final, todo acaba en un abismo que no
debió haber nacido en ningún momento. No entenderé por qué los
senderos que no están marcados conducen a lugares tan indeseables,
tan conscientes de sí mismos que ni tan siquiera quieren albergar a
nadie más. No entenderé el porqué de esos ojos que no me miran,
que ignoran lo que se ha vivido como algo que ni siquiera ha dado
tiempo a conocer. No entenderé cómo la vida se queda abierta y
dispuesta ante un cadáver que solamente espera la forma de resucitar
con una palabra. No entenderé que todos acabemos aquí deshechos
cuando tantas veces hemos intentado triunfar. No entiendo, en
definitiva, lo que la vida me quiere decir; que si es no, es no, y si
es que sí, adelante con todo. Pero, ¿por qué arriesgarlo siempre
en el primer intento al ver la luz?
La luz: esa quizá sea la clave de
todo. Y es que en ti se vio la luz una noche cualquiera, a pesar de
haberla propiciado yo. Vi lo que no está escrito, lo que nunca quise
contemplar por protegerme de una manera tan infantil, porque, después
de todo, conocía la forma en que las cosas acaban y no quería
participar de ello. No quería, no, pero ya ves tú el resultado...
Esa luz nubló cualquier visión de una vida nueva y obligó a las
decisiones a seguir el mismo camino. Esa luz que se presentara una
noche cualquiera en un sitio cualquiera, con unas luces cualesquiera
alumbrándonos a los dos. Esas luces, por tan dispares, que
parecieron alumbrar el nacimiento de un nuevo mundo que nunca
comprenderemos ni tú ni yo. Al menos, no tú.
Unas luces que, tras mucho pensarlo,
mejor que se extingan porque no puedo mirarlas más. Ya me cegaron
demasiado esos destellos de mundos que no podré recrear ni con
palabras, pues bastante me está costando lo último que habrá. Pero
es así: no puedo evitar sentir que nada acaba en este momento, que
tendría que esperar. Y no tiene sentido, ni sentido ni nada, porque
todo, al fin y al cabo tenderá a terminar.
Envidia, bien pensado, es lo único que
puedo albergar por un mundo que tanto ignora cuando quiero darlo
absolutamente todo. Envidia por aquellos que no piensan, que
encuentran sin querer el destino de sus vidas cuando nosotros aquí
estamos, al pie de un cañón que nos revienta la cara, esperando la
situación oportuna para florecer. Nos ignoran y así nos sentimos,
dejados de la mano del tiempo y del no regresar, del quedar
arrinconados en las estanterías atestadas de trastos de este oscuro
bar. Envidia, y no es más que eso, por ver a quien triunfa ya sea o
no merecido, a quien ocupa al fin y al cabo su lugar. Envidia de
todo, de nada, de lo siguiente, del pasado... de quien te tendrá.
La soledad, no está tan sola."
La soledad, no está tan sola."
*Fragmento de : "Si el cielo está gris" (Extrechinato y Tú, Poesía básica, 2001)
miércoles, 8 de junio de 2016
LA MAYOR OBRA DE ARTE
"Como si todas las luces del mundo
huyeran, los ojos del artista perdido quedaron a oscuras, incapaces
de distinguir nada alrededor. Tan de súbito había sucedido todo que
la sorpresa y el estupor bloquearon cualquier impulso nervioso que
hubiese permitido que su cuerpo se moviese. Ni tan siquiera una sola
brizna de aire era entonces capaz de percibir en aquella noche
imprevista. Ya nada parecía tener sentido en el estudio que tantas
horas había vivido y disfrutado. Como si el peso del mundo recayese
sobre sus hombros, el pecho se encorvaba y obligaba a la vista a caer
a los pies, inmóvil y ausente en una mueca vacía. Ante él, tendida
en el suelo, yacía aquella a quien tanto había querido. El cuerpo
sin vida de la mujer recordaba al artista que la razón de todo
desaparecía a medida que lo hacía ella, lentamente desvaneciéndose
ante los ojos idos del hombre. Tanto tiempo compartido quedaba
olvidado en un lugar del que no regresaría. Tanta vida entregada y
tanto todavía por compartir... Pero el cuerpo ya desaparecía,
fundido en un capítulo pasado que se archivaba. El artista quedó a
solas con su soledad, pensativo y atrapado en otra realidad más
espesa, más hiriente, más incomprensible. Se deshizo el hilo del
tiempo que lo mantenía a salvo en su cordura y con él se fue el
último lazo que le impedía entrar en el mundo de la locura del que
una vez escapó. Allí permaneció el artista ausente, perdido,
dejado a la nada.
De repente, una luz cruzó la
habitación, justo por delante del hombre. Incapaz de resistir, como
accionado por un resorte invisible, el artista giró la cabeza con un
espasmo tras el fogonazo. No había nada extraño en el estudio, pero
sus ojos se abrían de par en par. En ese nuevo mundo de lazos
cortados, aquella luz incandescente y fugaz no había dejado huella
exterior alguna que demostrase su presencia: un reflejo, un brillo
furtivo... Nada. Esa luz era muy distinta, venida de un rincón
perdido de la vida, y había impactado en el hombre. Sin previo
aviso, aquel rayo había penetrado en él, en el mismo centro de su
plexo solar, y ahora corría por el interior de aquel cuerpo dejado
de las manos del tiempo y a las fauces del olvido. Quemaba; quemaba
la sensación a su paso y el interior del habitante del estudio se
incendió. El calor abrasador que calcinaba lo que con él entraba en
contacto fue la causa del espasmo que despertó al muerto en vida. Al
tocar directamente el corazón, este había dado rienda suelta y
golpeaba el interior del pecho con violencia. De la presión que
generó, cada poro, cada célula del cuerpo despertó y comenzó a
brillar, emanando luz como miles de estrellas naciendo. Pero el
efecto de aquel calor no se limitaba a la resurrección del artista,
a su vuelta de un mundo oscuro de fantasmas y soledad, sino que traía
algo más.
El hombre, ahora brillando, se irguió
y buscó algo con la vista, girando sobre sí mismo en frenesí. A un
lado podía ver las pinturas que había realizado a lo largo de
tantos años, amontonadas como recuerdos unos pegados con otros. Se
detuvo una breve eternidad a observar aquellas imágenes del pasado.
No podía volver; nunca más. Los tubos se secarían y así quedaría
enterrada la pintura, sellada para no volver a ver la luz. Aquella
afición había nacido para mejorar su mundo, para dar color a la
oscuridad que decoraba su cielo interno. Y lo había conseguido, de
forma que otro capítulo se cerraba en el libro de su historia.
Pero la irrefrenable decisión que el
fogonazo había contagiado a cada rincón del cuerpo del artista
obligó a este a girar de nuevo, escudriñando otra pared, en otro
lado del estudio. Allí se alineaban cientos de fotografías. Recordó
el momento en que aquello nació, esa sorpresa al contemplar lo que
le rodeaba en la única compañía del chasquido de la cámara al
tomar la instantánea. En verdad nadie hubo cerca en esa época, pero
todo, absolutamente todo lo que sucedía a su alrededor parecía
ocurrir por él mismo: destellos del sol entre las nubes; su reflejo
en el rocío atrapado en una telaraña, volviéndola casi de cristal;
algún escarabajo dorado y precioso que, en su simple hacer como
escarabajo, ayudó al artista a comprender el sentido mismo de su
vida con un simple “vive para vivir”. Eran recuerdos agradables,
pero tampoco estaba allí lo que buscaba. Esas fotografías quedarían
para recordarle lo aprendido, pero la cámara no volvería a
disparar.
Los nervios empezaban a crisparse. La
luz que le traspasara el pecho lo empujaba a mirar por todas partes
sin encontrar nada de aparente utilidad. Únicamente las obras
polvorientas de tantos años de curiosidad y necesidad de aprender y
probar aparecían en los rincones, en las paredes hacia las que se
giraba. ¿De qué le servía ahora ver todo lo que ya cumplió su
cometido y había quedado en el pasado? Otro impulso brusco y volvió
a buscar con la mirada entre el leve desorden del estudio, cada
minuto más viejo.
Al fondo —y casi ya ni lo recordaba—
, estaba el piano de cola de su padre. Sin embargo, más que un
instrumento en otro momento majestuoso, ahora tenía el aspecto de
una mesa para trastos que acumulaba partituras inacabadas con los
acordes más bellos, los silencios más oportunos, las cadencias más
evocadoras... Bien pensado, aquel piano se convirtió en el principio
de la decisión inconsciente que tomase cuando entró de golpe en el
camino transformador del arte. De alguna forma aquello le dio las
pistas para seguir adelante en cualquier caso. Veía cómo las teclas
se sucedían una a una bajo los dedos de su padre y cómo estos
movimientos generaban unos sonidos casi mágicos que aún recordaba
bien y que lo transportaban a su infancia al instante. Incontables
horas había pasado a solas con ese piano, poco a poco aprendiendo de
aquel estado de ánimo sin nadie alrededor, aprendiendo cómo en un
nuevo mundo, menos visible, aparecía de repente lo más hermoso.
Pero allí no había nada más y el instrumento no volvería a sonar
afinado jamás.
No podía ser. El ardor que le
recorría el cuerpo acabaría por volverlo loco o por desgastar toda
su vida en la contemplación de aquel almacén de creatividad que
tanto el paso de los años como lo aprendido y superado gracias a
ella habían dejado como un cementerio de obras ya exprimidas al
máximo. ¿Qué había ahí? ¿Por qué esas ansias por encontrar
algo que no sabía que buscaba? Su cuerpo, como una marioneta
desbordada de energía, respondía a movimientos que bien hubiesen
podido pasar por una danza macabra y angulosa. Incapaz de comprender
lo que ocurría y con el corazón luminoso a más no poder, la mente
del artista subió revoluciones y el mundo al completo comenzó a dar
vueltas en un torbellino frenético. El estudio se mezclaba, apenas
un borrón de vida pasada, y las obras del artista volaban ante sus
ojos. Lienzos de los que emanaban música, el piano que sonaba en
imágenes que parpadeaban al ritmo de las notas, partituras que
relataban mil y una historia... Justo entonces, con esa visión
confusa de las partituras, el remolino se detuvo y todo quedó igual
que antes estaba. Sin embargo, un rincón olvidado había quedado
iluminado, un lugar recogido y con la única luz de un flexo. Bajo el
punto luminoso que se abría, solamente un pupitre con algunos
papeles escampados con un montón de garabatos escampados que
formaban involuntariamente líneas ordenadas que contaban las
historias más increíbles y recónditas, sacada de una imaginación
perdida mundos más allá. Al acercarse, la luz del cuerpo del
artista decreció en el grado justo que le permitiera observar con
detalle lo que tenía delante.
No había caído. De verdad
inconcebible, pero no había caído en las letras que le acompañaron.
Tantas veces le habían escuchado descerrajarse el corazón, deshacer
la piel a tiras y zambullirse en ríos de fuego; tantas ciudades de
cristal, preciosas; tantos bosques de luz y días de sombra... Tanto
escrito y aún por escribir... Gracias a la tinta de su bolígrafo,
el artista había desgranado cada sensación, cada pensamiento, y los
había sacado de ese mundo de oscuridad en que nacían y que, más
tarde, lo confundía todo. Así, en un proceso inconsciente y
revelador, el hombre fue capaz de entender la muerte, de aceptar la
vida, de conocer tantas realidades como la suya y otras tan
distintas...
La luz del cuerpo del hombre aumentó
de intensidad. El pulso, acelerado como nunca, era signo del
trepidante ritmo de su corazón. Otro impulso invisible, de fuerza
incalculable, lo empujó a la silla que presidía el pupitre y, con
el rigor enfervorecido e interno de siempre, las palabras comenzaron
a aparecer, disparadas y nerviosas por ocupar su lugar en el papel.
Una tras otra, todas bien unidas, empezaban a poner en claro algo que
el artista ya había empezado a sospechar. En ese ir y venir de tinta
negra, la única imagen que cruzaba la mente del ahora escritor era
la de la mujer que, en un tiempo inconcebible, desapareció de su
vista dejando la vida vacía. Ella y nada más se hacía presente en
esa sucesión de sentimientos que no nacían de otra parte que de la
luz que emitía su corazón. Tenía que significar algo, algún motivo debía de existir para tanto recuerdo, tanto sentir de repente y pensar
en la mujer. La razón, desde luego, era muy simple, pero casi
imposible de ver por el artista: amor. En contra de ello, el hombre
recordó algo que tantas veces pensase no mucho tiempo atrás: se
había acabado el arte.
Se acababa y ya no tenía sentido. A
medida que escribía, fue consciente de la intención más pura, de
la más única expresión de la belleza que no entendía ya de
pintura, de música, de relatos o de fotografía. Esta nueva forma de
expresión, la más profunda y bella, quedaba aún mucho más allá.
Cansado de reflejar de tantas formas posibles, el artista decidió
que la última forma de arte qe le esperaría en su vida ya no
dependía de nada más que de él mismo. Olvidando pintura y todo lo
demás, lo único que le quedaba por hacer era transformar algo
superior en lo más bello. Algo superior, según lo entendía él,
solamente podía ser la vida de aquella mujer ya desaparecida. Tanto
hubiese hecho por ella... Hubiese pintado sus cielos, también
oscuros, de los colores más especiales; hubiese arrancado un sol de
las entrañas de la tierra para darle el calor que merecía, a mano
desnuda; hubiese reflejado el mundo entero en esos ojos que se habían
marchado. Hubiese... Por hacer, hubiese hecho de la vida de los dos
la mayor obra de arte, la más grande e increíble que nadie, artista
o público, jamás hubiese podido concebir. Tanto deseaba que
hubiesen brillado los dos juntos que el resto del mundo se hubiese
oscurecido por la mera presencia de la pareja. Estaba claro entonces.
Cualquier obra de arte, cualquier forma de expresión había quedado
ya inútil y olvidada. A partir de ese momento, la única obra de
arte que tendría relevancia sería ella, serían ellos. Pero ya no
había un “ella”, ya no había un “ellos”.
Aún así, el artista convertido en
escritor se dejó poseer por el ímpetu que siempre le llenaba y
decidió que, si ya no podía convertir a la mujer en arte,
describiría todo lo que pudo haber sido, las miles de historias que
habrían cobrado vida, las tormentas de sentimientos que hubiesen
tenido lugar. Haría de su recuerdo algo tan brillante que nadie más
que él podría contemplarla. Se dejaría la vida, de ser necesario,
pues en ese momento ya nada importaba más que crear un mundo
especial en que, al menos en su imaginación, hubiesen vivido los
dos.
Y, así, el artista comenzó a
escribir sin descanso. Se detendría únicamente con el último
aliento, con la última bocanada de aire. Terminaría, en
definitiva, cuando no quedase sentimiento alguno más que disfrutar. Escribiría y sería lo más bonito del mundo, lo que la hubiese
hecho más feliz. Le haría una realidad entera solamente pensada
para la mujer, aunque ella ya no estuviese allí.
Ella sería, como debió haber
sucedido, su mayor obra de arte."
PUEDO
"De todo esto, poco puedo
sacar, la verdad.
Puedo escuchar melodías
conocidas que, por estar yo tan sumergido en mi, me sorprendan a cada
segundo. Puedo ver las imágenes más preciosas de un atardecer
cualquiera y tener el ánimo de llorar de emoción por la belleza del
momento que no se va a repetir. Puedo sumergirme en las
conversaciones más banales y disfrutar simplemente de estar rodeado
de las voces que las mantienen. Puedo tener el orgullo de haber
conocido esos ojos que, al menos durante un segundo de una noche, me
miraron. Puedo saber que la vida aquí no va a terminar, que seguiré
en este duermevela que me mueve de momento importante en momento
importante. Puedo disfrutar del silencio cuando no hay nadie; como
tú, que no estás. Puedo hacer la luz en mitad de la noche de esta
obligada oscuridad.
Y puedo, gracias y a
pesar de todo, porque de esto nada puedo sacar. Repetida la historia
de los años, brillaré como siempre he hecho. Y a ti: a ti también
te haré brillar aunque solamente sea en mi cabeza y por mucho que no te des cuenta, por mucho que los
demás no lo sean capaces de apreciar."
ESQUELETO DE CRISTAL
"La tensión se hace insoportable. El
cielo está casi aquí ya, a ras de suelo, oprimiendo con toda su
inmensidad y su volumen en un cuerpo que no aguanta más. Tanta
presión es insoportable y, al final, tras mucho soportar la piel
sombría resquebrajarse, chorros de un líquido dorado brotan de las
grietas que recorren el cuerpo de cabeza a pies. Como una supernova
que quisiese morir, la oscuridad que envolvía a la silueta se
incendió de repente, inesperada catástrofe que diese al traste con
el cometido de la oscuridad.
La figura lloró. Comenzaron las
lágrimas y abrió los ojos para dejar que los espinos del mundo
rasgasen, capa a capa, tejido a tejido, hasta el más vivo centro de
la visión, hasta que se borrase toda imagen existente y diese paso a
una nueva y más brillante. Pero lloró y lo hizo de un dolor tal que
solamente las cosas más preciosas lo valen. Justo como valía en ese
momento la postura de sumisión que aguantaba el peso de un mundo
inventado y herido. Nada, nada alrededor y todo bajo el peso de esa
negrura que cortaba la piel de la sombra, que la hacía sangrar, que
la hacía brillar...
Todo cayó. Cielos, montañas, ideas,
recuerdos, sentimientos, deseos, esperanzas, olvidos, amores,
desprecios, ilusiones, despertares, compañías, sonrisas, gestos, el
sentido de todo... Todo cayó.
La sombra se imbuyó de la rabia más
ignota y se hinchó, como esperando el momento de reventar. Ríos de
sangre corrían bajo sus pies, ardientes y desmerecidos, ignorados y
aprendidos a aceptar. La tensión de los músculos que se comprimían
bajo el peso del cielo decidió que no había más y, de golpe, estos
quisieron unirse con ese fluir que no iba a ninguna parte. Se
abrieron y dejaron todo al aire, músculos que abandonaban a su dueño
y, por morir, caían inertes y negros a sus pies. Desaparecian como
desaparece lo inútil una vez quemada la última posibilidad.
Desaparecieron, y qué pena... Único vestigio duradero de lo pasado
sin más remedio y sin querer. Desaparecieron y quedó así al
desnudo un esqueleto brillante, traslúcido, casi como hecho de
diamante. Y todo el peso del mundo alrededor en una noche que no
acabaría nunca, nunca... Cielos negros de noches negras y con una
luna a la que le da por no nunca estar... Tanto allí presente qe se
reflejaba en el esqueleto de cristal, en esa esencia ósea de lo
único que, al final de cualquier muerte, debe quedar.
En verdad, tanto se reflejó en
aquellos huesos, tanto se refractó todo que la oscuridad acabó por
disiparse, por desaparecer también perdida en algún rincón oscuro
de un recuerdo indebido. Los brillos que ya emitían por sí solos
los huesos de aquella figura fueron suficientes para dar razones a la
luna como para no volver; ya no era necesaria o siquiera bien
recibida cuando el propio brillo del interior del mundo era tan
increíble. Se deshizo la oscuridad, sí, y llegó el día eterno
que, en algún momento, tendría su final. Pero también llegó así
la consciencia pura de que, bajo toda piel rasgada y por más heridas
que en esta nazcan, siempre quedará un precioso esqueleto de
cristal."
domingo, 5 de junio de 2016
A TRAVÉS DE LA PIEL
"Cuando todo se detuvo, la más negra oscuridad se hizo en el mundo
alrededor. La sombra, cuerpo inmóvil por la congelación del tiempo
que había sobrevenido de forma inevitable y repentina, se alzó
sobre el suelo unos centímetros. Suelo rojo de rocas ardientes que
poblaban toda la extensión que la vista alcanzaba a percibir. Ahí
estaba ese cuerpo oscuro e inmóvil, a centímetros del suelo y con
piernas juntas y brazos extendidos a los lados, como si una fuerza
invisible la hubiese crucificado de repente. Levitando y tiempo
ausente, horas en minutos y segundos que duraban una eternidad, todo
mezclado e incoherente en una quietud difícil de comprender. En esa
postura de servidumbre involuntaria, de no poder hacer nada más,
resistencia inexistente, a la sombra no le cabía sino esperar que el
infinito se consumirse. Pero eso no ocurriría.
Tan de súbito como el hielo que envolviese el tiempo, unos objetos
extraños comenzaron a aparecer frente a la sombra, flotando en un
aire inmóvil que no atendía a razones. Poco a poco, como en un
sueño lúcido, se juntaron uno a uno hasta formar una maraña que, de
tan a kilómetros que de encontraba, solamente unos pasos la
separaban de la sombra. Eran palabras: palabras afiladas que flotaban
en lo oscuro de la noche y se arremolinaban, chocando unas contra
otras y combinándose en puntas afiladas que amenazaban con
descerrajar. Ahí, frente a frente, se juntaban todas con un tono
agresivo que acabaría en jirones de piel y sangre derramada. Y así
fue, justo en el momento en que esas puntas de letras bien cimentadas
comenzaran a moverse, a adquirir velocidad con dirección
determinada, dispuestas a devorar la carne que se presentase por
delante. Carne de la sombra que se abría para dejar paso a las
puntadas que alcanzaban brazos, piernas, pecho... Que impactaron por
doquier y con despiadado celo. Todas y cada una de esas palabras
acertaron en su empeño y la piel, la carne, quedó desnuda por dentro
y por fuera, como un libro abierto que nadie quisiese leer. Comenzó
la tormenta y llovieron las palabras despiadadas sobre la piel
de la sombra eterna, inmóvil y dejada al querer del tiempo que no
controlaba. Pero no había hecho nada más que empezar...
Una vez hubo terminado la lluvia de palabras desgarradoras, el cielo
volvió a quedar despejado en el centro de su negrura, ni una sola
nube que diera atisbo de vida por allí. Nada, ni luz de luna que
recordase nada. Fue un momento de calma que, como dicta el refrán,
vaticinó más segundos eternos de tormenta bajo aquel paisaje
despiadado. Venían ahora, a lo lejos, como llamados desde los
más profundos infiernos, enjambres de sentimientos rabiosos que, de
hermosos que eran, herían por ignorados cada hebra del mundo que
atravesaban. Todos a una y en honda convicción se acercaban
decididos a la sombra flotante que padecía lo que tenía que
padecer. Se acercaban y amenazaba su presencia, ausente y salvaje en
aquel mundo sin orden. Se acercaban y lucían sus puntas, como flechas
de diseño espiral, girando en el aire con mirada demente, solo fija
en el lugar donde van a perforar. Se acercaron, y tan de golpe, que
la sombra no tuvo tiempo de verlas hasta estar encima, hasta notar el
giro que abría la piel, que se adentraba en los músculos
desprevenidos... No hubo tiempo de saber nada hasta que, muerte
vencida, todo llego a su final.
La sangre vertida a borbotones, la sangre que huía de las heridas de la
sombra congelada en el centro del mundo, nacía tan roja como siempre
lo había hecho. Fluía sin control desde lo más profundo, pero
fluía e impactaba en el mundo de afuera. Salía roja, viva,
candente... Y tanto lo hacía que, en un momento de aquella
sangría, el carmín del líquido precioso se tornó un fluido
luminoso que encendió la noche.
Todo alrededor se iluminó con los hilos de sangre que brotaban de la
sombra en el aire. De repente, como algo incomprensible que no se
pudiese evitar, solamente el color de la luz daba vida a ese
sufrimiento que relucía como si emanase del mismo sol.
Atravesada y deshecha, la sombra comenzó su descenso de ese levitar
tan inconveniente, que tanto la había expuesto a la inclemencia de
la locura. En segundos, esta vez fugaces, tocó de nuevo el
suelo y se arrodilló al instante, como aliviada de haber podido al
fin volver. Y la sangre fluía y continuaba su discurrir ahora por el
suelo rojo e incandescente de aquel interior. Todo ese
sufrimiento se esparcía como una nube de semillas diminutas
diseminadas por el viento. Ríos de luz brillante marcaban todo
alrededor, respuestas coherentes al producto de la locura.
La sombra alzó la vista en el justo instante en que, desde esos charcos
de luz que su sangre había formado en el suelo, el brillo inmenso
del siempre alcanzaba la bóveda celeste de aquel rincón ignoto.
Todo, absolutamente todo lo que se encontraba allí perdido quedó bañado del color dorado de una razón nueva que se destilaba a
partir de lo más duro del más adentro. Todo se iluminaba... Todo
cobraba el brillo de un final más necesitado que querido, más
acertado que digno de esperar.
La sombra, al final, volvió a extinguirse en su páramo privado, ahora
dorado por doquier, iluminado hasta el más mínimo rincón. La
tormenta había amainado de golpe, pero quizá cuando ya era
necesario. Ahora, en ese mundo tan distinto que marca el final de un
principio, igual podría descansar de tantas ideas encontradas, de
tantos sentimientos cruzados y, al final de todo, dejar el pasado
congelado y sufrido y, de una vez por todas, de nuevo comenzar a
caminar."
miércoles, 1 de junio de 2016
EL ÁRBOL
"Cuando el árbol cayó,
nadie oyó el crujir de sus ramas y corteza al aterrizar con
violencia sobre el suelo. En mitad de un lugar perdido, únicamente
la soledad pareció ser consciente de lo ocurrido. Tras tanto tiempo
creciendo con vigor, la vida del gran árbol había llegado a su fin
con tal precipitación que nadie lo esperaba. Pronto había resultado
poco más que un tronco caído que no serviría más que para leña.
En aquel lugar escondido y precioso, el hueco que dejaba la copa
florecida de aquella planta se erguía hacia el cielo como un agujero
triste y oscuro, vencido por la fuerza de las nubes que, desde algún
tiempo atrás, arreciaban el valle y amenazaban con descargar todo lo
que tenían dentro.
Por otra parte, a pesar
de la soledad que se impuso como una niebla densa y oscura alrededor
de aquel árbol, un par de ojos fueron testigos del acontecimiento.
Mucho, mucho tiempo atrás, la dueña de aquella mirada color miel
encontró por casualidad un pequeño brote verde que pugnaba por
alcanzar un rayo de luz que lo alimentase. Fijos en esa ramita y
llenos de una ilusión inusitada, los ojos maravillados de aquella
chica no pudieron abandonar la diminuta planta. Había nacido y ella
la cuidaría para verla florecer. En aquel bosque, su bosque privado,
había aparecido algo que, por alguna razón desconocida, sacaría de
la chica lo más profundo. Y así fue que, entre delicados cuidados,
atenciones y sonrisas al contemplar la fuerza del árbol, éste
creció en aquel bosque interior, un árbol completamente distinto a
los demás. Día a día, la chica despistada se centraba en cuidarlo
y mantenerlo imponente, envidia del resto; así, día tras día, el
árbol se hacía más y más alto, más y más fuerte. De ahí que la
cuidadora pensase que la acompañaría toda la vida. Ni por asombro
llegó a prever la muerte prematura que amenazaba a aquel árbol y
que, en definitiva, acabaría con él. Pero así sucedió.
Nadie oyó la caída.
Nadie más aparte de aquella chica de ojos —en ese momento—
tristes. Ni tan siquiera la montaña, aquella tan alta que protegía
su valle, aquella a la que tanto quería y gracias a la sombra de la
cual el árbol había podido crecer fuerte y enorme. Dolía, aquello
dolía a la chica como pocas cosas. Le hacía daño tanta
indiferencia, como si de repente le diese la espalda y la dejase sola
con la muerte del árbol de los dos. Ella, que había dado todos sus
días porque creciera, porque fuese tan alto que llegase a la cima
del monte para que hasta él mismo pudiese apreciar los esfuerzos de
aquellos ojos dorados. Dolía enormemente, tanto que entonces fue el
momento en que llegaron los nubarrones. Una vez cubierto el cielo, la
luz de los ojos se apagó. Comenzó a llover, y tanto cayó que se
anegó el bosque interior, matando así todo lo que el agua
encontraba a su paso y, también, impidiendo que nunca nada pudiese
volver a nacer en aquel lugar. El bosque quedó desierto. Únicamente
la chica contemplaba el erial que había quedado. La montaña le daba
la espalda y se desentendía de toda relación con la muerte del
árbol. Aquello era increíble. No daba crédito, como si en lugar de
apreciar todo lo que había dado, la mole de roca imponente la
culpase a ella de la desgracia.
La oscuridad lo inundó
todo, el bosque al completo, y la chica decidió que era momento de
dejar las cosas como estaban, desmoronadas y a merced de la penumbra.
Huir, el único pensamiento que podía albergar: huir y desaparecer.
Todo aquello tenía que quedar atrás como fuese, tenía que acabar
en el olvido. Olvido, bendito remedio y tan difícil de alcanzar...
La chica partió y dejó atrás el bosque en busca de la nada, de un
vacío tal que tragase árbol y recuerdo de la montaña y del bosque.
Caminó y caminó sin ninguna dirección a la espera de aquel momento
en que, por fin, no pudiese recordar el porqué de su marcha. Así se
sucedieron las noches, un pie detrás del otro, arrastrando una
memoria inoportuna que no la dejaba en paz. Los días eran peores, bajo
el azote de un sol de invierno que, si bien la cegaba y le ocultaba
el mundo con su intenso resplandor, no calentaba la piel ya cubierta
con la escarcha de los años. Las huellas que dejaba tras de sí
terminaban borradas casi al instante por un viento inclemente y
cortante. Caminó y caminó, pero el árbol no desaparecería de sus
recuerdos: un tronco seco y caído que ya nada valía, tan cuidado
por ella y tan ignorado al mismo tiempo por quien tenía que
adorarlo... Decidió regresar.
Como un instinto sordo,
algo empujó a la vagabunda a volver a aquel bosque tan interior, tan
escondido, tan oscuro... tan muerto. Emprendió el viaje de vuelta,
decidida, y en apenas segundos sus ojos color miel se encontraban ya
frente al tronco. Sí, seguía inmóvil, inerte, dejado allí
en medio y rodeado de nada. La chica, en un acceso de rabia, de ira,
de rencor y de amor puro, todo junto, se arrodilló junto a él y, apoyando los brazos con el peso de la desesperación, rompió a
llorar por la muerte de lo más querido. Las lágrimas brotaron como
pequeños cristales brillantes y preciosos que se derramaron sobre el
tronco muerto y no cesaron durante una eternidad, una tan larga que
la montaña desapareció desgastada por el simple reflejo de aquellos
brillantes involuntarios que, en ese momento, cubrían todo el erial
del bosque.
La chica alzó la mirada
y contempló atónita el paisaje que la rodeaba. Arrodillada junto al
árbol, las estaciones habían pasado en un ritmo frenético y ahora
eran todo destellos y reflejos alrededor, por todas partes. Las
lágrimas se cortaron ante tal belleza. No podía ser así, sin
embargo... ¡Sí! Aquel era el verdadero paisaje del bosque interior:
tan brillante, tan precioso, tan lleno de luz... Lo había olvidado a
la sombra de aquella montaña a cuya falda creció un árbol
majestuoso que ahora yacía sin vida ante ella. Pero ya no estaba esa
mole de roca y la luz podía escamparse a su antojo por doquier,
reflejándose en la multitud de cristales preciosos que poblaban la
tierra. El único objeto que enturbiaba la estampa era el tronco seco
y en descomposición del árbol, que seguía ahí tirado como un
recuerdo de lo eterno. Pero ahí, justo entre dos trocitos de
corteza...
Los ojos dorados no
cabían en su asombro. Después de tantísimo tiempo, de tanto olvido
de por medio y de la aceptación de la muerte de lo más importante,
un pequeño brote del color de la miel se abría paso en busca de la
luz. Una vez más, sin darse cuenta, la mujer encontraba la vida que
volvía a aparecer, de una belleza arrebatadora. Crecía y no luchaba
por vivir, sino que parecía consciente ese brote de que la vida
misma era suya. Aquella ramita nacía, una nueva sobre los restos del
árbol anterior. Y esta vez crecería aún más fuere, más alto y
sin la sombra de nadie.
Los ojos dorados
sonrieron al fin, viendo el jardín de luz que ya casi habían
olvidado, conocedores de la decisión que tomó su dueña de no ver
aquella escena desaparecer jamás. Al fin todo volvía a su lugar;
la muerte, como buena seguidora de la vida, daba paso a una historia
nueva, a otra ilusión, a otro amor, a otro árbol precioso que, sin
razón alguna, nacía en el rincón más feliz de aquel bosque
interior."
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