lunes, 27 de junio de 2016

PAPEL Y BOLÍGRAFO

"No hay poesía entre nosotros", le dijo el papel al bolígrafo. 
"Tu piensas aún en quien no pensará en ti como quisieras, 
 y yo aquí, a la espera, sólo quiero darte una salida.
Pero no nos encontraremos entre tantas palabras
que, de meditadas, quedan al final no escritas y perdidas. 
No verás más allá de tu punta y, mientras tanto, 
yo seguiré aquí tendido y en blanco, 
intentando que sigas de alguna forma con tu vida; 
esa que una vez tras otra hemos descrito; 
esa en que, tú y yo juntos, tanto hemos pasado. 
Así que, siento decirlo, pero olvida: 
olvida que el daño ya está hecho, 
olvida que la ocasión ha pasado, 
olvida que no era lo que pensabas,
olvida que, al fin y al cabo, ni te conocía.
Haz lo que sea necesario, pero
si quieres volver a escribirme: olvida"

jueves, 16 de junio de 2016

LA PRINCESA Y EL SOL

"A primera hora de la tarde, uno de los hombres de confianza del rey se acercó a los aposentos del príncipe. Tras llamar a la puerta con mucha decisión, esta se abrió y apareció la figura alta y robusta del joven. Sus ojos, en un estado de nervios que el confidente ya conocía —así como todo el reino—, se abrieron de par en par con ansias de saber. Desde hacía dos días y dos noches la princesa se encontraba en paradero desconocido, dejando misteriosamente a toda la corte en vilo, desesperados ante la incertidumbre de si volverían a ver a su futura reina.

—Majestad, vuestros espías han tenido noticias de que, con mucha probabilidad, la princesa se encuentra recluida en una cueva a dos días a caballo de aquí. Según aldeanos de la zona, una mujer joven y con los rasgos de vuestra amada llegó acompañada de un brujo que apareciera por el lugar unos meses antes.

Al escuchar toda la información que su hombre le daba, los nervios del príncipe, ya alterados de por sí, consiguieron dispararse. En un acceso violento se giró, recogió su espada de encima del lecho (intacto desde hacía dos días), se colocó la cota de malla y, guantes en la mano, emprendió la marcha hacia los establos. Al ver la actitud de su señor, apresurada y nada recomendable, el hombre de confianza intentó persuadirlo.

—Alteza, quizá no convendría una acción sin premeditar. A la desesperada...
—¡Prepara mi caballo! —interrumpió el futuro rey—. Iré solo. No reveles esta información a nadie.
—Pero, majestad...

El confidente intentó convencer a su señor, pero las ideas ya estaban claras en su mente. El miedo, todo ese miedo que se había acumulado en su interior a lo largo de los últimos dos días sin noticias de la princesa explotó de golpe e inundó hasta el más mínimo rincón de su cuerpo, convertido este pavor, esa angustia, en el valor más aguerrido que un caballero pudiese desear en el fragor de la batalla. Su sangre, como impulsada por la fuerza de la magia más potente, se había convertido en un torrente salvaje. Ni una sola idea era capaz de resistir el azote al que sucumbía el corazón, en pleno frenesí tan sólo la preocupación y la necesidad imperiosa por salvar a su amada de quién pudiese saber qué clase de sufrimientos. Ya nada albergaba una mínima importancia más allá que traerla consigo de vuelta. Con esa única razón y los sentidos ardiendo a flor de piel, el príncipe se dirigió raudo hacia los establos reales. Si ese caballo suyo descendía de un linaje de reyes, esa tarde tendría la oportunidad de demostrarlo. Las puertas se abrían a su paso, por su mera presencia y, en pocos minutos, el señor alcanzó los establos. El animal estaba listo para partir. Como de costumbre, había sido equipado para la batalla: cota de malla puesta y alforjas que contenían una espada de repuesto, una hacha y algún otro utensilio. El caballero rápidamente desarmó al animal y no dejó otra cosa que la silla y las riendas. No importaba en esa ocasión, pues lo único que primaba era la rapidez en llegar a aquella maldita cueva. Una vez allí, su espada sería lo único necesario para destrozar al brujo. No saldría de allí con vida.

Con la locura del amor en la cabeza, alimentado del miedo y del valor incondicional, el príncipe y su montura partieron en busca del final de aquella tortura que no debió haber durado ni un segundo. A la grupa de su caballo, el paisaje se deshacía en manchas informes que, a medida que caía el sol de aquella tarde, comenzaban a tornarse más y más oscuras. Las piedras del camino huían a toda prisa de los cascos del animal que, como imbuido el ánimo salvaje de su jinete, imprimía una fuerza descomunal con cada patada que descargaba contra el suelo. El aire se había vuelto de un frío cortante que obligaba al hombre a entornar los ojos para protegerse. Sentía el mundo entero congelarse a su alrededor y así lo hacía el también por dentro, temblando en su fuero interno con la dudad del bienestar de su futura esposa. Añadido esto al hecho de que al caballo le costaba avanzar cada vez más por falta de energías, el jinete tomó la decisión de detenerse en un recodo del camino y allí pasar la noche. Además, necesitaba parar para hablar con esa luna que tan ligada a la princesa se encontraba. Descansaría y rezaría a los dioses por el buen fin de aquella historia en la que se había visto de repente; mas de no poderla traer consigo de vuelta, él tampoco regresaría jamás, si bien la muerte tuviese que llevarlo también.

Pensado esto, el hombre se acomodó junto al tronco de un gran árbol, pidió a sus dioses y, tras contemplar fijamente la luna durante unos minutos, cayó en un profundo sueño por el cansancio de toda esa preocupación, del miedo por su princesa y de las ansias por volverla a ver sana y salva. Una vez en ese estado onírico, lentamente, como si quisiera matar con sus palabras, la boca de un viejo comenzó a susurrar frases ininteligibles para el príncipe. Un eco de otra realidad hacia rebotar el sonido por todas partes creando un murmullo que iba paulatinamente en aumento. Todo más allá de ese rostro estaba oscuro, tintado de rojo aquí y allá en manchas luminosas y profundas que cambiaban de forma sin cesar como si, al ser tocadas por aquellos susurros amenazantes, huyesen sabedoras de que iban a desparecer. Y el eco que se acumulaba más y más alrededor mientras la mueca inexpresiva del rostro maldito se tornaba una lúgubre sonrisa. El murmullo subió y subió de volumen hasta que, en una caos final, la visión se transfiguró de golpe y el rostro enfermizo y susurrante dio paso al de su princesa, desatado en desesperación, ojos idos y gestos desencajados, sumida en el pánico.

—¡Protégeme!

Un alarido y no hubo más. La escena se desintegró de repente y el rostro de su amada se esfumó ante él como lo hizo también el sueño. Despierto, empapado en sudor y casi sin respiración, el príncipe trató con todas sus fuerzas de deshacerse del recuerdo que, de tan reciente, aún le parecía flotar ante él. Imposible comprender cómo había sucedido, pero bien claro quedaba que su amada corría un gran peligro. Se removió en el hueco del árbol bajo el cual se había protegido de la noche y, escaso de fuerzas a causa de la pesadilla, ensilló su caballo y emprendió de nuevo el camino hacia aquella cueva donde esperaba encontrar a la princesa.

A pesar de haberlo intentado de cualquier manera que se le ocurriese, los ojos desbordados de la mujer no abandonaban la mente del hombre, presentes en lo alto del mundo, contagiándolo todo del dolor y de la locura que de ellos emanaba. Al fin y al cabo, aquello era de esperar, pues su único objetivo compartía destino con el origen del sueño. Nada más, ni una sola idea podía cruzar su mente a medida que el caballo se dejaba la vida en un galope frenético, como si adivinase la necesidad y la voluntad de su dueño. Así transcurrió la mañana, en un silencio marcado por el ritmo de los cascos del animal, un patrón que creaba los únicos sonidos que acompañarían al jinete en aquella gesta, la más importante de su vida.

Tras las paradas imprescindibles para dar de beber al caballo y únicamente ese estricto tiempo en que el animal daba un par de tragos de agua, la noche volvió a empapar el paisaje y matojos, árboles, camino, montañas... Todo quedó cubierto de una densa niebla que no permitía a la vista del jinete alcanzar sino apenas unos pasos por delante de ellos. Se hacía imposible continuar sin matarse en un traspié del caballo, de forma que ambos hicieron el último alto que disfrutarían en su camino. Sería demasiado peligroso proseguir, aunque el príncipe no dudaría un momento en pagar con su propia vida el precio de la libertad de su princesa, de su felicidad. Sin embargo, y era la razón principal a tener en cuenta, el bienestar de su amada dependía por entero, al parecer, de que él pudiese llegar para rescatarla.

Entre cavilaciones y nervios que no se calmaban, el caballero cayó en un sueño ligero y bastante movido. Como si escapase de quién podría saber qué ataques, unos espasmos irregulares y frenéticos le hacían cambiar de postura sin cesar. En su mente, de vuelta en un mundo de sueños escondidos, algo no iba como debía. El páramo se asombraba bajo la ausencia de todo. Únicamente un erial rojizo se extendía inconmensurable ante la sombra que el príncipe era en sus propios sueños. El cielo, del negro más azabache, se encendía en fogonazos que, como llegados de otros mundos, crepitaban en lo alto sin la existencia de nube alguna. Miles de luces que daban forma a la nada. Pero, nada... No, al fondo, en mitad del horizonte de aquel paisaje esperpéntico, una figura se erguía en el centro de todo. De pie, como esperando a la vida misma, la mujer se mantenía inmóvil; ni siquiera algún cabello movido por el árido viento de ese desierto. Y tan lejos que estaba... A pesar de ello, los ojos interiores del joven podían verla con tanta claridad como si ella estuviese a dos pasos de él. Lloraba. Estaba llorando sin consuelo y sus lágrimas, al caer en la tierra carmesí, se evaporaban como esperanzas que se sabrían imposibles de alcanzar. Lloraba y eso partía en dos al hombre, a la sombra oscura que era siempre en sus sueños; lo desarmaba por completo, corazón inundado y a punto de desbordar. Entre lágrima y lágrima, la voz suave de la mujer le llegaba en un suspiro mártir que repetía una y otra vez: “¡Necesito que me protejas!”. Oyendo la desesperación del mensaje, la silueta del príncipe se dio a la carrera pero, cuanto más avanzaba, más lejos se encontraban el uno del otro. “¡Necesito que me protejas!”. Inmovilidad. Corrió y corrió hasta que, eternidades pasadas, el mundo entero, princesa y susurros se fundieron en la más densa oscuridad.

Se hizo el día. Caballo ensillado y espada en mano, el príncipe pensó con tanta fuerza en llegar de una vez por todas hasta su princesa que, como fruto de un acto de magia, de una oscura e incomprensible, cuando pudo reaccionar y darse cuenta, se hallaba a poca distancia de la entrada a una cueva oscura, lúgubre, toda la roca cubierta de musgo, helechos y restos secos de plantas que una vez estuvieron vivas, hogar ahora de miles de arañas y sus telas. No recordaba absolutamente nada del camino recorrido hasta allí, de cómo podía haber llegado ni qué instinto podía haberle guiado hasta aquella gruta. Únicamente era consciente de que ella estaba allí dentro; lo sentía en lo más profundo de su corazón como un dolor punzante, hormigueo hirviente en las puntas de sus dedos. Se encontraba allí y lo tenía por tan cierto como que no necesitaba verla para saber cómo se sentía. Lo sabía como sabía que, de alguna forma, pronto la tendría que olvidar. Amarró las riendas del caballo a un árbol cercano y, de bajo su cota de malla, a la altura del pecho, extrajo un pequeño pañuelo blanco que había cogido antes de partir. Lo acercó a la nariz del animal y este resopló un par de veces. Actos seguido, guardó de nuevo la pequeña pieza de fina tela perfumada en el lugar que había ocupado hasta ese momento y se encaminó hacia la entrada. Unos pasos al frente y el príncipe quedó engullido por la penumbra de la cueva.

Tras caminar cerca de cien pasos en el interior de aquella oscuridad creciente entre telarañas y humedad, se abrió un espacio más grande y diáfano. Al fondo, como único elemento de la enorme sala e iluminado por una tea ardiente que a duras penas arrojaba algo de luz se alzaba una roca con forma de gran mesa, quizá un altar. El caballero no tuvo tiempo ni de pensar y se lanzó a la carrera en dirección al lugar en el que sabía cierto que encontraría a la princesa. Y así fue tras superar el eco de sus pisadas. Tumbada frente a él en aquella especie de lecho de piedra, la joven yacía con los ojos cerrados, como dormida en una posición angelical. O, acaso, mortuoria. El hombre se desencintó la espada, todavía en su vaina, y se despojó de la cota de malla que le protegía. Acto seguido, se abalanzó sobre la mujer con la ferviente esperanza de que estuviese aún con vida. Acercó la mejilla al rostro de la mujer y así pudo comprobar que aún respiraba. Viva...

—Vos sois el futuro rey... Os esperaba, —anunció de súbito una voz profunda y vieja, lentamente como si el peso de siglos anidase en esas palabras.

El príncipe, raudo, recuperó la espada del suelo y se puso en guardia.

—¡Salid de esas sombras traicioneras! ¡Salid, os digo, quienquiera que seáis!

El sonido de los pies del extraño al arrastrarse por la dura roca del suelo de la cueva creó un ritmo cadencioso que no hizo sino alterar el del corazón del hombre, que a punto estaba de atravesar la empuñadura de su arma con los dedos. Con parsimonia, una figura de corta estatura se aproximó encapuchada y vestida con lo que parecían los hábitos de un monje renegado y oscuro. Desde detrás de la antorcha, a la distancia adecuada para sumirse en la oscuridad, el brujo caminó hasta que la distancia fue tan corta entre el caballero y él, que el primero alzó la espada y la puso a la altura de la garganta del brujo, como un depredador que marcase su presa.

—Majestad, —interrumpió la voz del mago en el silencio mortecino que había en aquella sala—, la precipitación podría costaros muy cara, ¿no creéis?

Su voz sonaba burlona y malintencionada, como tentando al príncipe a acabar antes de tiempo y, de alguna forma extraña, ganar una partida de un juego macabro al que solamente el brujo sabía jugar. Los ojos que miraban atentos tras la empuñadura de la hoja temblaban en un espasmo, incapaces de comprender de golpe lo que ocurría. Ese gesto no pasó desapercibido para el anciano, que continuó con su discurso.

—La princesa, Majestad, vino a mí hace algún tiempo. Ardía en deseos de conocer los secretos del mundo, su magia, las razones y causas más escondidas. Vino por propia voluntad, pues su más hondo deseo la empujaba...

El joven se tensó aún más y acercó sensiblemente la punta de su espada a la garganta del encapuchado.

—¡Mentís!
—No miento, Alteza. Pero eso lo sabéis vos tan bien como un humilde servidor. Conocéis a vuestra amada, quizá más de lo que nadie pueda hacerlo en este mundo; conocéis sus inclinaciones y su deseo por la belleza.

Se hizo un silencio que pareció eterno.

—Ella vino a mí —continuó el anciano—, y yo accedí a su petición. En verdad es tan bella... —dijo al tiempo que se giraba para contemplar su cuerpo inmóvil—. Me cautivó y, casi de inmediato, quise conservarla. He de decir que yo había adoptado la apariencia de un joven apuesto, de forma que ella accedió por propia voluntad al engaño que ahora sufre. Le prometí llevarla al centro de todo, al lugar más puro, y ella quiso venir. Allí sigue ahora mismo.
—¡Moriréis! —exclamó el príncipe en un acceso de ira al escuchar las palabras del brujo mientras apretaba la punta de la espada en su garganta—. Sacadla de ese trance enfermizo y os aseguro que no sufriréis.
—Por desgracia —continuó el anciano con media sonrisa—, no es todo tan sencillo, Alteza. La princesa entró por su propio pie en el mundo que yo creé y, por tanto, de la misma forma ha de salir. Si queréis que vuelva a esta realidad, tendréis que ser vos mismo quien le haga ver esa necesidad. Y para ello, me temo, tendría que ser también únicamente vuestra persona la que entre en ese mundo en el que ella se encuentra.
—Decid inmediatamente cómo puedo acceder.
—Únicamente hay que beber un trago —continuó el brujo al tiempo que sacaba de bajo su extraño hábito un pequeño frasco opaco—. Pero os advierto que el proceso tiene una pega. En el caso de que halláseis la forma de hacer salir a vuestra reina, necesitaréis que ella os haga salir también a vos o desapareceréis allí para siempre. Mi mundo no está preparado para alguien así. El problema es que ahora mismo, la princesa ya no os recuerda, ni os ama ni sabe siquiera quién sois. Únicamente el amor puede romper la barrera entre mi mundo y este.

El príncipe tomó el frasco de la mano del viejo y lo observó con cautela sin retirar la espada del gaznate de aquel demonio disfrazado.

—El amor, Majestad... Recordad que el amor es la salida. Y, ahora —se detuvo a respirar y continuó—, por favor matadme.

No hizo falta mayor insistencia. Un movimiento fugaz y la hoja deshizo la vida del brujo. Tales eran la rabia y la decisión que, sin detenerse un mísero segundo, se encaminó hacia el cuerpo tumbado de la mujer y ni tan siquiera reparó en el hecho de que, una vez los restos mortales del brujo tocaron el suelo de la estancia, solamente quedaba ya en ese lugar el hábito oscuro. Nada más. Ni cuerpo, ni otro resto. El caballero avanzó hasta el altar de piedra donde yacía ausente su amada. Con lágrimas en los ojos, producto tanto de las ansias por volver a verla como del miedo que las palabras del brujo le habían despertado en lo más profundo. Ya no lo recordaría, ni le amaría... La había perdido. No lo pensó más o la tristeza lo hubiese destrozado. Apoyó sus manos en el vientre de la mujer y, lentamente, tras haber ingerido la pócima, descansó también la frente sobre ella. Así esperó, olvidando el mundo, pensando en ella, hasta que el efecto del brebaje le arrebató todo hálito de vida y el cuerpo del joven cayó al suelo.

Como si de un sueño se tratase y una eternidad hubiese tenido lugar entretanto, el príncipe despertó en un paisaje idéntico al de aquella visión de la noche anterior. Efectivamente, como recortada al fondo en el horizonte se alzaba la silueta de la princesa, llorando y perdida en su propio miedo. El hombre comenzó a correr y, conforme arrancó la carrera se dio cuenta de que ya no era él mismo. Su cuerpo se había cubierto de una película negra que lo envolvía por completo. Aunque no parecía tanto una película sino su misma piel, que se había tornado negra y vaporosa como si ardiese por dentro. Era una locura, todo aquello lo era y ya empezaba a olvidar el motivo de todo. Veía relámpagos desgarrar el cielo negro y profundo; veía ríos de una lava roja como la sangre recorrer cual venas la superficie de todo cuanto la vista alcanzaba. Además, el estruendo... Un gran ruido como del mundo abriéndose y dejándose morir. El aire, por otro lado, se movía en un viento infernal que deshacía lo que encontraba a su paso y quemaba hasta las ideas más remotas, incluidas aquellas que lo empujaban en ese abalanzarse angustioso y desesperado que ya empezaba a olvidar. ¿Qué hacía allí? Ese no era su lugar, le costaba respirar y no se reconocía en nada sobre lo que posase la vista. Por si fuese poco, alguna fuerza invisible le hacía moverse, continuar adelante en su huida. Pero, ¿huía? Ni eso recordaba ya, todo barrido por el viento pesado y árido que llegaba hasta el corazón. Estaba perdido y notaba la carga de todo un universo en sus espaldas, de uno distante, sin embargo, e irreconocible. Aquel peso, la tensión insoportable, las explosiones del cielo, el viento devorador, la... Como una chispa de razón que milagrosamente rompiera el discurso de la locura que avanzaba, el antiguo príncipe divisó la figura de aquella a quien tanto quería. La carrera, pues, tenía todo el sentido que podía necesitar. Tenía que hacerla salir de aquel mundo de enajenación que, quizá en otro tiempo, pudiese hasta haber llegado a ser un vergel.

Tras esforzarse como nunca, la sombra en que se había convertido el hombre llegó hasta su amada, quien todavía permanecía inmóvil en la roja intemperie del mundo, sobre la roca ardiente. El príncipe la agarró por los hombros y, zarandeándola, intentó hacerla reaccionar, pero los ojos de su reina seguían sumidos en un llanto que lo anegaba todo.

—Protégeme...
—Tranquila, estoy aquí —dijo entre sollozos la sombra—. Todo va a ir bien.

Intentó moverla de su prisión invisible, pero el cuerpo de la mujer continuaba clavado en el mismo lugar. Por más que le hablaba, la mujer no alcanzaba a decir más allá de ese “protégeme” que destrozaba lo que quedaba de él bajo aquella piel ahora oscura, desnuda. Ese sentimiento lo encendía, rabiaba por dentro y todo su interior se removía como ríos ardientes. No conseguiría hacerlo reaccionar; aquella era la broma macabra del desaparecido brujo. La princesa ya no encontraba un sólo rasgo conocido en el rostro oscuro del hombre. De esa forma, a él le sería totalmente imposible recordarle su amor, si esa era la única manera de mostrarle la salida. Amor como única respuesta...

Sin haberlo pensado y actuando por pura inercia, la sombra se introdujo una mano en el pecho y, aún a sabiendas de lo que aquel acto traería, se arrancó el corazón. De él goteaba su sangre: ríos de oro que manaban sin cesar. El espacio entre la sombra y la princesa se iluminó con la vida que se deshacía en la mano extendida del antiguo príncipe. Gota a gota, un charco de luz se formaba bajo sus pies, escampándose alrededor y encontrando su camino a través de la roca. Aquella sangre resplandeciente se filtraba hasta el mismo corazón de ese mundo demenciado; el corazón cada vez más vacío y la tierra poco a poco más llena.

—Con esta luz podrás encontrar el camino de salida. Toma, cógelo...

Pero la joven no reaccionaba. Absorta en una imagen perdida del tiempo y de la razón, sus ojos traspasaban corazón y sombra. Ni tan siquiera aquel suicidio era capaz de apreciar. No reconocía a quien tenía delante, mucho menos aún daba la importancia merecida al intento por rescatarla del mundo oscuro y de dolor en que había quedado atrapada. La luz del corazón de la sombra, cada vez menor en su fluir ante la impotencia, pasaba ante la princesa como ríos de ruta incalculable, corrientes desbocadas y condenadas a no llegar nunca al mar; ríos sin importancia pues no los conocía y, por ello, de allí no la iban a sacar.

El tiempo se heló y, con el último suspiro de ese segundo final, la última gota brillante que había caído del órgano ahora oscuro que la sombra sostenía fuera de lugar se filtró en la roca roja y desapareció. Ésta ni se inmutó. Desprovista de lo poco restante que lo convertía en príncipe, ese liquido luminoso ya no le pertenecía como tampoco le atañía el porvenir del corazón que sostenía en la mano. En un soplido, éste dejó de latir y se esfumó. Sombra y mujer se miraban, incapaces ya de verse el uno al otro en aquella oscuridad que, una vez filtrada toda la luz del príncipe, reinaba de nuevo en el rincón perdido en que se encontraban. La nada se consumía entre ellos; un vacío viscoso y lúgubre que no significaba absolutamente nada. Nada, como único remanente de quien intentase rescatarla de cualquier modo, de quien diese, primero todo lo que tenía dentro por sacarla de allí y, más tarde, la vida misma al arrancarse el corazón del pecho. Nada, como lo útil de aquellas acciones. Nada, como lo que llenaría el silencio y el espacio para siempre.

De repente, un temblor de tierra que se hizo notar y por el cual tanto la sombra como la princesa acabaron en el suelo. Segundos después y de nuevo en pie, la sombra vio como, de entre las grietas que recorrían toda la superficie de roca roja, emanaba una luz dorada de fuerza increíble. La oscuridad gritó alrededor. Alaridos de dolor rebotaron en la inmensidad al partirse el cielo azabache en mil jirones de luz. ¡Eso era! Imbuida del calor de esa luz tan potente, un resquicio de cordura y recuerdo asaltó a la sombra y el cuerpo se llenó momentáneamente de la luz del príncipe.

—¡¿Ves?! ¡¿Lo estás viendo?! —gritaba sin mover los labios—. ¡Esta es la forma de salir! Vamos con la luz...

No reaccionaba. Más aún, parecía ni inmutarse ante las palabras de la sombra, así como ante el espectáculo de luz dorada que la rodeaba.

El salvador comprendió de inmediato. No le reconocería jamás. No identificaría ninguno de sus rasgos ni el recuerdo de su luz, esa que tanto brillaba por ella. Cualquier cosa que hubiese sido propia del príncipe quedaba ahora ya olvidada y relegada al más profundo rincón del universo. De ninguna forma desaparecería la obsesión de la princesa, aún bajo los efectos del conjuro del brujo maldito. Aquella fijación que la había hecho olvidarse de todo y quedar, como una muñeca de trapo, vacía y ausente. Pero la sombra lo había comprendido y, de alguna manera inesperada, conocía ahora a la perfección cada uno de los movimientos que sus músculos tenían que efectuar para acabar de una vez por todas con aquello. Sabía, por fin, cómo sacar a la princesa de aquella prisión opresiva.

Uno de los brazos del hombre oscuro se lanzó como un proyectil disparado hacia el suelo. En el impacto, piedras saltaron desde el hueco que perforó la mano, y así se esparcieron sin control por todas partes. Ese golpe tremendo fue seguido por el consiguiente del otro brazo. Así comenzaron a hundirse más y más en la roca roja, cada vez más profundo y más piedra abierta. Con un ímpetu que parecía venir de otro mundo, la sombra se encorvaba sobre el abismo que estaba provocando en la superficie roja. Atraído por alguna fuerza del interior, como queriendo recuperar toda aquella sangre que vertiese su antiguo corazón, el príncipe-sombra se dejaba la piel por alcanzar algo en el centro mismo de aquel mundo. La expresión del tiempo asomó a su oscuro rostro y allí danzaron recuerdos y sentimientos, en un movimiento ritual y atávico. El impulso de mil vidas aún por vivir le marcó la piel y ésta destiló la esencia más pura. En un último movimiento, tan pausado como decidido, la sombra arrancó del corazón de todo un sol brillante, ardiendo en llamas doradas con reflejos de mil colores. Poco a poco, conteniendo la esfera entre los brazos, se alzó el antiguo futuro rey y se dirigió a su amada.

—Mira... Mira bien lo que tengo —comenzó la sombra—. Este es el sol del centro del mundo. Arde con el calor de lo eterno y se ha alimentado de la luz de mi sangre, de mi propio corazón —continuó mientras los ojos de la princesa contemplaban, ahora sí, el orbe de fuego que él le mostraba—. Quizá el conjuro que te condenó no se rompa, pero este sol es todo lo que yo puedo hacer, todo lo que se hará. Tómalo, sostenlo frente a ti... Mira cómo gira el fuego eterno en su interior, cómo sus brillos dorados se abren y expanden. Obsérvalo con detenimiento y deja que lentamente entre en ti. Es todo lo que soy...

Diciendo eso, el príncipe acercó el sol a la mujer, que continuaba absorta en el resplandor de la estrella. Tenía que ser así. El astro llevaba dentro el corazón del príncipe cargado de todos los recuerdos que existieron, de todo lo inventado para los dos y aún por existir. Lleno estaba de tanto sentido y tantos momentos que todavía no habían podido llegar. Tenía, en el centro de todo lo posible, la razón de la existencia y del sacrificio que había supuesto toda aquella aventura. En ese punto central se encontraba, sencillamente, todo lo que aquel hombre había sentido; y la princesa. Tenía que funcionar, tenía que ser eso...

La mujer, abandonando la postura hierática que la mantenía ausente, extendió los brazos y tomó el sol entre las manos. Con la parsimonia de lo esperado durante tanto tiempo y el reflejo de miles de recuerdos, sentimientos, emociones y vidas inventadas, en los ojos de ella el sol extendió sus lenguas de fuego iridiscente y se fundió así con su cuerpo. Lentamente, atravesando la piel misma del tiempo, la luz penetraba en la princesa e iluminaba cada rincón de la oscuridad que la había atenazado. Todo el hielo de su mundo se deshizo y el reflejo de aquellas gotas cobró vida propia. El cielo negro se abría en grietas del azul más intenso. La roja roca del mundo interior y embrujado se iluminó también y una línea dorada apareció en el horizonte. Con su avance y por allá por donde pasaba, el paisaje desértico se transformaba en un vergel lleno de vida. El aire, aquel árido y contaminado, cambió en una brisa que limpiaba el mundo. Tenía que funcionar, y así sería.

—¿Vienes conmigo? —preguntó ella, aún sin poder conocer la cara de aquella sombra que la rescataba, que le había entregado todo lo que tenía.

El príncipe esbozó una sonrisa que resumió la resignación de la forma más perfecta. Se dispuso a responder a la petición, ya sintiendo el peso de toda su existencia sobre los hombros. Anticipándose a sus palabras, una sensación espantosa le recorrió el cuerpo, como un escalofrío ardiente; eso le recordó que el futuro le deparaba algo completamente distinto de aquello que estaba a punto de decir. Con esa sonrisa y toda la tristeza que cabía en él, dejando todo su amor en el sol regalado junto a todos sus recuerdos —ya notaba como la memoria comenzaba a fallarle, creando huecos que devoraban los lugares en que había guardado todo, incluida ella—, finalmente contestó:

—Yo te espero aquí.

La luz del sol de la princesa terminó su efecto y la devolvió al mundo que le correspondía, aquel que siempre había habitado y que debía ser su hogar, en el castillo de siempre, en el valle, entre seres queridos. La línea dorada alcanzó el final de su recorrido y la roca negra se cubrió de musgos y hierbas. El cielo abandonó por completo el negro que lo contaminase y adoptó el azul más intenso. El aire, limpio como nunca, recuperó la frescura de los días de libertad. El mundo, después de todo, quedaba como tenía que ser y la ella podría, de una vez por todas, convertirse en la reina de su futuro. Habría un nuevo rey.

La sombra no pudo ver el resultado de su sacrificio. Sin tiempo para reaccionar, su princesa había desaparecido de aquel mundo que lo había hecho ahora su único habitante. Había podido entrar en él y hacerla a ella salir, pero en el camino había tenido que dejar su corazón dentro del de aquella desconocida a la sombra en que él se había convertido. Una vez lejos el sol, nada del príncipe quedó en el cuerpo ahora vacío, hueco, nada que recordase a un mísero vestigio de su existencia. La oscuridad había podido al irse su luz interior y el mundo volvió a aquella penumbra de embrujo. Allí, mínimamente consciente de que lo único que eventualmente lo sacaría de esa prisión interior habría de ser un amor como el que dejaba escapar, la sombra se sumió en el olvido de esperar sin razones, perdida en áridos desiertos interminables hasta que alguien la viniese por fin a buscar.

Con el último susurro de la consciencia, lo poco que quedaba de príncipe dijo antes de sucumbir a la sombra y al olvido:

—Te espero aquí...


Acto seguido, la oscuridad invadió el mundo y el príncipe ya no existió más, olvidando todo lo que era, todo lo que había querido, en una posición de espera que quizá nunca llegaría a su final."

sábado, 11 de junio de 2016

SI EL CIELO ESTÁ GRIS

"La soledad no está tan sola, ¿no ves que a mi no me abandona? Como una tempestad que va arrancando los tejados, no sé quién me quitó lo que jamás me habían dado*. Nunca en la vida comprenderé ese ansias por despojar de lo merecido, de lo vivido y cuidado en cada instante; no entenderé las pérdidas de tiempos en amores tan distantes que apenas se pueden percibir. Porque de percibir hubo su tiempo y quizá se malgastó en conversaciones banales e intentos de que se pensase bien, de que las ideas fuesen las correctas y la forma de sentir respondiese. Quizá la soledad prefiere de carnes que pueda morder, dentelleada a dentellada entre sonrisa y sonrisa que ocultan lo sentido en pro de un nuevo sentir que no es el propio. En pro de algo que se va a acabar.

No entenderé, porque ni quiero intentarlo, cómo siente otra gente que no atina a ver por los mismos ojos los colores que se despliegan, a esa gente a la que se intenta corresponder, aliviar y, al final, todo acaba en un abismo que no debió haber nacido en ningún momento. No entenderé por qué los senderos que no están marcados conducen a lugares tan indeseables, tan conscientes de sí mismos que ni tan siquiera quieren albergar a nadie más. No entenderé el porqué de esos ojos que no me miran, que ignoran lo que se ha vivido como algo que ni siquiera ha dado tiempo a conocer. No entenderé cómo la vida se queda abierta y dispuesta ante un cadáver que solamente espera la forma de resucitar con una palabra. No entenderé que todos acabemos aquí deshechos cuando tantas veces hemos intentado triunfar. No entiendo, en definitiva, lo que la vida me quiere decir; que si es no, es no, y si es que sí, adelante con todo. Pero, ¿por qué arriesgarlo siempre en el primer intento al ver la luz?

La luz: esa quizá sea la clave de todo. Y es que en ti se vio la luz una noche cualquiera, a pesar de haberla propiciado yo. Vi lo que no está escrito, lo que nunca quise contemplar por protegerme de una manera tan infantil, porque, después de todo, conocía la forma en que las cosas acaban y no quería participar de ello. No quería, no, pero ya ves tú el resultado... Esa luz nubló cualquier visión de una vida nueva y obligó a las decisiones a seguir el mismo camino. Esa luz que se presentara una noche cualquiera en un sitio cualquiera, con unas luces cualesquiera alumbrándonos a los dos. Esas luces, por tan dispares, que parecieron alumbrar el nacimiento de un nuevo mundo que nunca comprenderemos ni tú ni yo. Al menos, no tú.

Unas luces que, tras mucho pensarlo, mejor que se extingan porque no puedo mirarlas más. Ya me cegaron demasiado esos destellos de mundos que no podré recrear ni con palabras, pues bastante me está costando lo último que habrá. Pero es así: no puedo evitar sentir que nada acaba en este momento, que tendría que esperar. Y no tiene sentido, ni sentido ni nada, porque todo, al fin y al cabo tenderá a terminar.


Envidia, bien pensado, es lo único que puedo albergar por un mundo que tanto ignora cuando quiero darlo absolutamente todo. Envidia por aquellos que no piensan, que encuentran sin querer el destino de sus vidas cuando nosotros aquí estamos, al pie de un cañón que nos revienta la cara, esperando la situación oportuna para florecer. Nos ignoran y así nos sentimos, dejados de la mano del tiempo y del no regresar, del quedar arrinconados en las estanterías atestadas de trastos de este oscuro bar. Envidia, y no es más que eso, por ver a quien triunfa ya sea o no merecido, a quien ocupa al fin y al cabo su lugar. Envidia de todo, de nada, de lo siguiente, del pasado... de quien te tendrá.

La soledad, no está tan sola."




*Fragmento de : "Si el cielo está gris" (Extrechinato y Tú, Poesía básica, 2001)

miércoles, 8 de junio de 2016

LA MAYOR OBRA DE ARTE

"Como si todas las luces del mundo huyeran, los ojos del artista perdido quedaron a oscuras, incapaces de distinguir nada alrededor. Tan de súbito había sucedido todo que la sorpresa y el estupor bloquearon cualquier impulso nervioso que hubiese permitido que su cuerpo se moviese. Ni tan siquiera una sola brizna de aire era entonces capaz de percibir en aquella noche imprevista. Ya nada parecía tener sentido en el estudio que tantas horas había vivido y disfrutado. Como si el peso del mundo recayese sobre sus hombros, el pecho se encorvaba y obligaba a la vista a caer a los pies, inmóvil y ausente en una mueca vacía. Ante él, tendida en el suelo, yacía aquella a quien tanto había querido. El cuerpo sin vida de la mujer recordaba al artista que la razón de todo desaparecía a medida que lo hacía ella, lentamente desvaneciéndose ante los ojos idos del hombre. Tanto tiempo compartido quedaba olvidado en un lugar del que no regresaría. Tanta vida entregada y tanto todavía por compartir... Pero el cuerpo ya desaparecía, fundido en un capítulo pasado que se archivaba. El artista quedó a solas con su soledad, pensativo y atrapado en otra realidad más espesa, más hiriente, más incomprensible. Se deshizo el hilo del tiempo que lo mantenía a salvo en su cordura y con él se fue el último lazo que le impedía entrar en el mundo de la locura del que una vez escapó. Allí permaneció el artista ausente, perdido, dejado a la nada.

De repente, una luz cruzó la habitación, justo por delante del hombre. Incapaz de resistir, como accionado por un resorte invisible, el artista giró la cabeza con un espasmo tras el fogonazo. No había nada extraño en el estudio, pero sus ojos se abrían de par en par. En ese nuevo mundo de lazos cortados, aquella luz incandescente y fugaz no había dejado huella exterior alguna que demostrase su presencia: un reflejo, un brillo furtivo... Nada. Esa luz era muy distinta, venida de un rincón perdido de la vida, y había impactado en el hombre. Sin previo aviso, aquel rayo había penetrado en él, en el mismo centro de su plexo solar, y ahora corría por el interior de aquel cuerpo dejado de las manos del tiempo y a las fauces del olvido. Quemaba; quemaba la sensación a su paso y el interior del habitante del estudio se incendió. El calor abrasador que calcinaba lo que con él entraba en contacto fue la causa del espasmo que despertó al muerto en vida. Al tocar directamente el corazón, este había dado rienda suelta y golpeaba el interior del pecho con violencia. De la presión que generó, cada poro, cada célula del cuerpo despertó y comenzó a brillar, emanando luz como miles de estrellas naciendo. Pero el efecto de aquel calor no se limitaba a la resurrección del artista, a su vuelta de un mundo oscuro de fantasmas y soledad, sino que traía algo más.

El hombre, ahora brillando, se irguió y buscó algo con la vista, girando sobre sí mismo en frenesí. A un lado podía ver las pinturas que había realizado a lo largo de tantos años, amontonadas como recuerdos unos pegados con otros. Se detuvo una breve eternidad a observar aquellas imágenes del pasado. No podía volver; nunca más. Los tubos se secarían y así quedaría enterrada la pintura, sellada para no volver a ver la luz. Aquella afición había nacido para mejorar su mundo, para dar color a la oscuridad que decoraba su cielo interno. Y lo había conseguido, de forma que otro capítulo se cerraba en el libro de su historia.

Pero la irrefrenable decisión que el fogonazo había contagiado a cada rincón del cuerpo del artista obligó a este a girar de nuevo, escudriñando otra pared, en otro lado del estudio. Allí se alineaban cientos de fotografías. Recordó el momento en que aquello nació, esa sorpresa al contemplar lo que le rodeaba en la única compañía del chasquido de la cámara al tomar la instantánea. En verdad nadie hubo cerca en esa época, pero todo, absolutamente todo lo que sucedía a su alrededor parecía ocurrir por él mismo: destellos del sol entre las nubes; su reflejo en el rocío atrapado en una telaraña, volviéndola casi de cristal; algún escarabajo dorado y precioso que, en su simple hacer como escarabajo, ayudó al artista a comprender el sentido mismo de su vida con un simple “vive para vivir”. Eran recuerdos agradables, pero tampoco estaba allí lo que buscaba. Esas fotografías quedarían para recordarle lo aprendido, pero la cámara no volvería a disparar.
Los nervios empezaban a crisparse. La luz que le traspasara el pecho lo empujaba a mirar por todas partes sin encontrar nada de aparente utilidad. Únicamente las obras polvorientas de tantos años de curiosidad y necesidad de aprender y probar aparecían en los rincones, en las paredes hacia las que se giraba. ¿De qué le servía ahora ver todo lo que ya cumplió su cometido y había quedado en el pasado? Otro impulso brusco y volvió a buscar con la mirada entre el leve desorden del estudio, cada minuto más viejo.

Al fondo —y casi ya ni lo recordaba— , estaba el piano de cola de su padre. Sin embargo, más que un instrumento en otro momento majestuoso, ahora tenía el aspecto de una mesa para trastos que acumulaba partituras inacabadas con los acordes más bellos, los silencios más oportunos, las cadencias más evocadoras... Bien pensado, aquel piano se convirtió en el principio de la decisión inconsciente que tomase cuando entró de golpe en el camino transformador del arte. De alguna forma aquello le dio las pistas para seguir adelante en cualquier caso. Veía cómo las teclas se sucedían una a una bajo los dedos de su padre y cómo estos movimientos generaban unos sonidos casi mágicos que aún recordaba bien y que lo transportaban a su infancia al instante. Incontables horas había pasado a solas con ese piano, poco a poco aprendiendo de aquel estado de ánimo sin nadie alrededor, aprendiendo cómo en un nuevo mundo, menos visible, aparecía de repente lo más hermoso. Pero allí no había nada más y el instrumento no volvería a sonar afinado jamás.

No podía ser. El ardor que le recorría el cuerpo acabaría por volverlo loco o por desgastar toda su vida en la contemplación de aquel almacén de creatividad que tanto el paso de los años como lo aprendido y superado gracias a ella habían dejado como un cementerio de obras ya exprimidas al máximo. ¿Qué había ahí? ¿Por qué esas ansias por encontrar algo que no sabía que buscaba? Su cuerpo, como una marioneta desbordada de energía, respondía a movimientos que bien hubiesen podido pasar por una danza macabra y angulosa. Incapaz de comprender lo que ocurría y con el corazón luminoso a más no poder, la mente del artista subió revoluciones y el mundo al completo comenzó a dar vueltas en un torbellino frenético. El estudio se mezclaba, apenas un borrón de vida pasada, y las obras del artista volaban ante sus ojos. Lienzos de los que emanaban música, el piano que sonaba en imágenes que parpadeaban al ritmo de las notas, partituras que relataban mil y una historia... Justo entonces, con esa visión confusa de las partituras, el remolino se detuvo y todo quedó igual que antes estaba. Sin embargo, un rincón olvidado había quedado iluminado, un lugar recogido y con la única luz de un flexo. Bajo el punto luminoso que se abría, solamente un pupitre con algunos papeles escampados con un montón de garabatos escampados que formaban involuntariamente líneas ordenadas que contaban las historias más increíbles y recónditas, sacada de una imaginación perdida mundos más allá. Al acercarse, la luz del cuerpo del artista decreció en el grado justo que le permitiera observar con detalle lo que tenía delante.

No había caído. De verdad inconcebible, pero no había caído en las letras que le acompañaron. Tantas veces le habían escuchado descerrajarse el corazón, deshacer la piel a tiras y zambullirse en ríos de fuego; tantas ciudades de cristal, preciosas; tantos bosques de luz y días de sombra... Tanto escrito y aún por escribir... Gracias a la tinta de su bolígrafo, el artista había desgranado cada sensación, cada pensamiento, y los había sacado de ese mundo de oscuridad en que nacían y que, más tarde, lo confundía todo. Así, en un proceso inconsciente y revelador, el hombre fue capaz de entender la muerte, de aceptar la vida, de conocer tantas realidades como la suya y otras tan distintas...

La luz del cuerpo del hombre aumentó de intensidad. El pulso, acelerado como nunca, era signo del trepidante ritmo de su corazón. Otro impulso invisible, de fuerza incalculable, lo empujó a la silla que presidía el pupitre y, con el rigor enfervorecido e interno de siempre, las palabras comenzaron a aparecer, disparadas y nerviosas por ocupar su lugar en el papel. Una tras otra, todas bien unidas, empezaban a poner en claro algo que el artista ya había empezado a sospechar. En ese ir y venir de tinta negra, la única imagen que cruzaba la mente del ahora escritor era la de la mujer que, en un tiempo inconcebible, desapareció de su vista dejando la vida vacía. Ella y nada más se hacía presente en esa sucesión de sentimientos que no nacían de otra parte que de la luz que emitía su corazón. Tenía que significar algo, algún motivo debía de existir para tanto recuerdo, tanto sentir de repente y pensar en la mujer. La razón, desde luego, era muy simple, pero casi imposible de ver por el artista: amor. En contra de ello, el hombre recordó algo que tantas veces pensase no mucho tiempo atrás: se había acabado el arte.

Se acababa y ya no tenía sentido. A medida que escribía, fue consciente de la intención más pura, de la más única expresión de la belleza que no entendía ya de pintura, de música, de relatos o de fotografía. Esta nueva forma de expresión, la más profunda y bella, quedaba aún mucho más allá. Cansado de reflejar de tantas formas posibles, el artista decidió que la última forma de arte qe le esperaría en su vida ya no dependía de nada más que de él mismo. Olvidando pintura y todo lo demás, lo único que le quedaba por hacer era transformar algo superior en lo más bello. Algo superior, según lo entendía él, solamente podía ser la vida de aquella mujer ya desaparecida. Tanto hubiese hecho por ella... Hubiese pintado sus cielos, también oscuros, de los colores más especiales; hubiese arrancado un sol de las entrañas de la tierra para darle el calor que merecía, a mano desnuda; hubiese reflejado el mundo entero en esos ojos que se habían marchado. Hubiese... Por hacer, hubiese hecho de la vida de los dos la mayor obra de arte, la más grande e increíble que nadie, artista o público, jamás hubiese podido concebir. Tanto deseaba que hubiesen brillado los dos juntos que el resto del mundo se hubiese oscurecido por la mera presencia de la pareja. Estaba claro entonces. Cualquier obra de arte, cualquier forma de expresión había quedado ya inútil y olvidada. A partir de ese momento, la única obra de arte que tendría relevancia sería ella, serían ellos. Pero ya no había un “ella”, ya no había un “ellos”.

Aún así, el artista convertido en escritor se dejó poseer por el ímpetu que siempre le llenaba y decidió que, si ya no podía convertir a la mujer en arte, describiría todo lo que pudo haber sido, las miles de historias que habrían cobrado vida, las tormentas de sentimientos que hubiesen tenido lugar. Haría de su recuerdo algo tan brillante que nadie más que él podría contemplarla. Se dejaría la vida, de ser necesario, pues en ese momento ya nada importaba más que crear un mundo especial en que, al menos en su imaginación, hubiesen vivido los dos.

Y, así, el artista comenzó a escribir sin descanso. Se detendría únicamente con el último aliento, con la última bocanada de aire. Terminaría, en definitiva, cuando no quedase sentimiento alguno más que disfrutar. Escribiría y sería lo más bonito del mundo, lo que la hubiese hecho más feliz. Le haría una realidad entera solamente pensada para la mujer, aunque ella ya no estuviese allí.

Ella sería, como debió haber sucedido, su mayor obra de arte."

PUEDO

"De todo esto, poco puedo sacar, la verdad.

Puedo escuchar melodías conocidas que, por estar yo tan sumergido en mi, me sorprendan a cada segundo. Puedo ver las imágenes más preciosas de un atardecer cualquiera y tener el ánimo de llorar de emoción por la belleza del momento que no se va a repetir. Puedo sumergirme en las conversaciones más banales y disfrutar simplemente de estar rodeado de las voces que las mantienen. Puedo tener el orgullo de haber conocido esos ojos que, al menos durante un segundo de una noche, me miraron. Puedo saber que la vida aquí no va a terminar, que seguiré en este duermevela que me mueve de momento importante en momento importante. Puedo disfrutar del silencio cuando no hay nadie; como tú, que no estás. Puedo hacer la luz en mitad de la noche de esta obligada oscuridad.


Y puedo, gracias y a pesar de todo, porque de esto nada puedo sacar. Repetida la historia de los años, brillaré como siempre he hecho. Y a ti: a ti también te haré brillar aunque solamente sea en mi cabeza y por mucho que no te des cuenta, por mucho que los demás no lo sean capaces de apreciar."

ESQUELETO DE CRISTAL

"La tensión se hace insoportable. El cielo está casi aquí ya, a ras de suelo, oprimiendo con toda su inmensidad y su volumen en un cuerpo que no aguanta más. Tanta presión es insoportable y, al final, tras mucho soportar la piel sombría resquebrajarse, chorros de un líquido dorado brotan de las grietas que recorren el cuerpo de cabeza a pies. Como una supernova que quisiese morir, la oscuridad que envolvía a la silueta se incendió de repente, inesperada catástrofe que diese al traste con el cometido de la oscuridad.

La figura lloró. Comenzaron las lágrimas y abrió los ojos para dejar que los espinos del mundo rasgasen, capa a capa, tejido a tejido, hasta el más vivo centro de la visión, hasta que se borrase toda imagen existente y diese paso a una nueva y más brillante. Pero lloró y lo hizo de un dolor tal que solamente las cosas más preciosas lo valen. Justo como valía en ese momento la postura de sumisión que aguantaba el peso de un mundo inventado y herido. Nada, nada alrededor y todo bajo el peso de esa negrura que cortaba la piel de la sombra, que la hacía sangrar, que la hacía brillar...

Todo cayó. Cielos, montañas, ideas, recuerdos, sentimientos, deseos, esperanzas, olvidos, amores, desprecios, ilusiones, despertares, compañías, sonrisas, gestos, el sentido de todo... Todo cayó.

La sombra se imbuyó de la rabia más ignota y se hinchó, como esperando el momento de reventar. Ríos de sangre corrían bajo sus pies, ardientes y desmerecidos, ignorados y aprendidos a aceptar. La tensión de los músculos que se comprimían bajo el peso del cielo decidió que no había más y, de golpe, estos quisieron unirse con ese fluir que no iba a ninguna parte. Se abrieron y dejaron todo al aire, músculos que abandonaban a su dueño y, por morir, caían inertes y negros a sus pies. Desaparecian como desaparece lo inútil una vez quemada la última posibilidad. Desaparecieron, y qué pena... Único vestigio duradero de lo pasado sin más remedio y sin querer. Desaparecieron y quedó así al desnudo un esqueleto brillante, traslúcido, casi como hecho de diamante. Y todo el peso del mundo alrededor en una noche que no acabaría nunca, nunca... Cielos negros de noches negras y con una luna a la que le da por no nunca estar... Tanto allí presente qe se reflejaba en el esqueleto de cristal, en esa esencia ósea de lo único que, al final de cualquier muerte, debe quedar.

En verdad, tanto se reflejó en aquellos huesos, tanto se refractó todo que la oscuridad acabó por disiparse, por desaparecer también perdida en algún rincón oscuro de un recuerdo indebido. Los brillos que ya emitían por sí solos los huesos de aquella figura fueron suficientes para dar razones a la luna como para no volver; ya no era necesaria o siquiera bien recibida cuando el propio brillo del interior del mundo era tan increíble. Se deshizo la oscuridad, sí, y llegó el día eterno que, en algún momento, tendría su final. Pero también llegó así la consciencia pura de que, bajo toda piel rasgada y por más heridas que en esta nazcan, siempre quedará un precioso esqueleto de cristal."

domingo, 5 de junio de 2016

A TRAVÉS DE LA PIEL

"Cuando todo se detuvo, la más negra oscuridad se hizo en el mundo alrededor. La sombra, cuerpo inmóvil por la congelación del tiempo que había sobrevenido de forma inevitable y repentina, se alzó sobre el suelo unos centímetros. Suelo rojo de rocas ardientes que poblaban toda la extensión que la vista alcanzaba a percibir. Ahí estaba ese cuerpo oscuro e inmóvil, a centímetros del suelo y con piernas juntas y brazos extendidos a los lados, como si una fuerza invisible la hubiese crucificado de repente. Levitando y tiempo ausente, horas en minutos y segundos que duraban una eternidad, todo mezclado e incoherente en una quietud difícil de comprender. En esa postura de servidumbre involuntaria, de no poder hacer nada más, resistencia inexistente, a la sombra no le cabía sino esperar que el infinito se consumirse. Pero eso no ocurriría. 

Tan de súbito como el hielo que envolviese el tiempo, unos objetos extraños comenzaron a aparecer frente a la sombra, flotando en un aire inmóvil que no atendía a razones. Poco a poco, como en un sueño lúcido, se juntaron uno a uno hasta formar una maraña que, de tan a kilómetros que de encontraba, solamente unos pasos la separaban de la sombra. Eran palabras: palabras afiladas que flotaban en lo oscuro de la noche y se arremolinaban, chocando unas contra otras y combinándose en puntas afiladas que amenazaban con descerrajar. Ahí, frente a frente, se juntaban todas con un tono agresivo que acabaría en jirones de piel y sangre derramada. Y así fue, justo en el momento en que esas puntas de letras bien cimentadas comenzaran a moverse, a adquirir velocidad con dirección determinada, dispuestas a devorar la carne que se presentase por delante. Carne de la sombra que se abría para dejar paso a las puntadas que alcanzaban brazos, piernas, pecho... Que impactaron por doquier y con despiadado celo. Todas y cada una de esas palabras acertaron en su empeño y la piel, la carne, quedó desnuda por dentro y por fuera, como un libro abierto que nadie quisiese leer. Comenzó la tormenta y llovieron  las palabras despiadadas sobre la piel de la sombra eterna, inmóvil y dejada al querer del tiempo que no controlaba. Pero no había hecho nada más que empezar... 

Una vez hubo terminado la lluvia de palabras desgarradoras, el cielo volvió a quedar despejado en el centro de su negrura, ni una sola nube que diera atisbo de vida por allí. Nada, ni luz de luna que recordase nada. Fue un momento de calma que, como dicta el refrán, vaticinó más segundos eternos de tormenta bajo aquel paisaje despiadado. Venían ahora, a lo lejos, como llamados desde los más profundos infiernos, enjambres de sentimientos rabiosos que, de hermosos que eran, herían por ignorados cada hebra del mundo que atravesaban. Todos a una y en honda convicción se acercaban decididos a la sombra flotante que padecía lo que tenía que padecer. Se acercaban y amenazaba su presencia, ausente y salvaje en aquel mundo sin orden. Se acercaban y lucían sus puntas, como flechas de diseño espiral, girando en el aire con mirada demente, solo fija en el lugar donde van a perforar. Se acercaron, y tan de golpe, que la sombra no tuvo tiempo de verlas hasta estar encima, hasta notar el giro que abría la piel, que se adentraba en los músculos desprevenidos... No hubo tiempo de saber nada hasta que, muerte vencida, todo llego a su final. 

La sangre vertida a borbotones, la sangre que huía de las heridas de la sombra congelada en el centro del mundo, nacía tan roja como siempre lo había hecho. Fluía sin control desde lo más profundo, pero fluía e impactaba en el mundo de afuera. Salía roja, viva, candente... Y tanto lo hacía que, en un momento de aquella sangría, el carmín del líquido precioso se tornó un fluido luminoso que encendió la noche. 

Todo alrededor se iluminó con los hilos de sangre que brotaban de la sombra en el aire. De repente, como algo incomprensible que no se pudiese evitar, solamente el color de la luz daba vida a ese sufrimiento que relucía como si emanase del mismo sol. Atravesada y deshecha, la sombra comenzó su descenso de ese levitar tan inconveniente, que tanto la había expuesto a la inclemencia de la locura. En segundos, esta vez fugaces, tocó de nuevo el suelo y se arrodilló al instante, como aliviada de haber podido al fin volver. Y la sangre fluía y continuaba su discurrir ahora por el suelo rojo e incandescente de aquel interior. Todo ese sufrimiento se esparcía como una nube de semillas diminutas diseminadas por el viento. Ríos de luz brillante marcaban todo alrededor, respuestas coherentes al producto de la locura.

La sombra alzó la vista en el justo instante en que, desde esos charcos de luz que su sangre había formado en el suelo, el brillo inmenso del siempre alcanzaba la bóveda celeste de aquel rincón ignoto. Todo, absolutamente todo lo que se encontraba allí perdido quedó bañado del color dorado de una razón nueva que se destilaba a partir de lo más duro del más adentro. Todo se iluminaba... Todo cobraba el brillo de un final más necesitado que querido, más acertado que digno de esperar.

La sombra, al final, volvió a extinguirse en su páramo privado, ahora dorado por doquier, iluminado hasta el más mínimo rincón. La tormenta había amainado de golpe, pero quizá cuando ya era necesario. Ahora, en ese mundo tan distinto que marca el final de un principio, igual podría descansar de tantas ideas encontradas, de tantos sentimientos cruzados y, al final de todo, dejar el pasado congelado y sufrido y, de una vez por todas, de nuevo comenzar a caminar."

miércoles, 1 de junio de 2016

EL ÁRBOL

"Cuando el árbol cayó, nadie oyó el crujir de sus ramas y corteza al aterrizar con violencia sobre el suelo. En mitad de un lugar perdido, únicamente la soledad pareció ser consciente de lo ocurrido. Tras tanto tiempo creciendo con vigor, la vida del gran árbol había llegado a su fin con tal precipitación que nadie lo esperaba. Pronto había resultado poco más que un tronco caído que no serviría más que para leña. En aquel lugar escondido y precioso, el hueco que dejaba la copa florecida de aquella planta se erguía hacia el cielo como un agujero triste y oscuro, vencido por la fuerza de las nubes que, desde algún tiempo atrás, arreciaban el valle y amenazaban con descargar todo lo que tenían dentro.

Por otra parte, a pesar de la soledad que se impuso como una niebla densa y oscura alrededor de aquel árbol, un par de ojos fueron testigos del acontecimiento. Mucho, mucho tiempo atrás, la dueña de aquella mirada color miel encontró por casualidad un pequeño brote verde que pugnaba por alcanzar un rayo de luz que lo alimentase. Fijos en esa ramita y llenos de una ilusión inusitada, los ojos maravillados de aquella chica no pudieron abandonar la diminuta planta. Había nacido y ella la cuidaría para verla florecer. En aquel bosque, su bosque privado, había aparecido algo que, por alguna razón desconocida, sacaría de la chica lo más profundo. Y así fue que, entre delicados cuidados, atenciones y sonrisas al contemplar la fuerza del árbol, éste creció en aquel bosque interior, un árbol completamente distinto a los demás. Día a día, la chica despistada se centraba en cuidarlo y mantenerlo imponente, envidia del resto; así, día tras día, el árbol se hacía más y más alto, más y más fuerte. De ahí que la cuidadora pensase que la acompañaría toda la vida. Ni por asombro llegó a prever la muerte prematura que amenazaba a aquel árbol y que, en definitiva, acabaría con él. Pero así sucedió.

Nadie oyó la caída. Nadie más aparte de aquella chica de ojos —en ese momento— tristes. Ni tan siquiera la montaña, aquella tan alta que protegía su valle, aquella a la que tanto quería y gracias a la sombra de la cual el árbol había podido crecer fuerte y enorme. Dolía, aquello dolía a la chica como pocas cosas. Le hacía daño tanta indiferencia, como si de repente le diese la espalda y la dejase sola con la muerte del árbol de los dos. Ella, que había dado todos sus días porque creciera, porque fuese tan alto que llegase a la cima del monte para que hasta él mismo pudiese apreciar los esfuerzos de aquellos ojos dorados. Dolía enormemente, tanto que entonces fue el momento en que llegaron los nubarrones. Una vez cubierto el cielo, la luz de los ojos se apagó. Comenzó a llover, y tanto cayó que se anegó el bosque interior, matando así todo lo que el agua encontraba a su paso y, también, impidiendo que nunca nada pudiese volver a nacer en aquel lugar. El bosque quedó desierto. Únicamente la chica contemplaba el erial que había quedado. La montaña le daba la espalda y se desentendía de toda relación con la muerte del árbol. Aquello era increíble. No daba crédito, como si en lugar de apreciar todo lo que había dado, la mole de roca imponente la culpase a ella de la desgracia.

La oscuridad lo inundó todo, el bosque al completo, y la chica decidió que era momento de dejar las cosas como estaban, desmoronadas y a merced de la penumbra. Huir, el único pensamiento que podía albergar: huir y desaparecer. Todo aquello tenía que quedar atrás como fuese, tenía que acabar en el olvido. Olvido, bendito remedio y tan difícil de alcanzar... La chica partió y dejó atrás el bosque en busca de la nada, de un vacío tal que tragase árbol y recuerdo de la montaña y del bosque. Caminó y caminó sin ninguna dirección a la espera de aquel momento en que, por fin, no pudiese recordar el porqué de su marcha. Así se sucedieron las noches, un pie detrás del otro, arrastrando una memoria inoportuna que no la dejaba en paz. Los días eran peores, bajo el azote de un sol de invierno que, si bien la cegaba y le ocultaba el mundo con su intenso resplandor, no calentaba la piel ya cubierta con la escarcha de los años. Las huellas que dejaba tras de sí terminaban borradas casi al instante por un viento inclemente y cortante. Caminó y caminó, pero el árbol no desaparecería de sus recuerdos: un tronco seco y caído que ya nada valía, tan cuidado por ella y tan ignorado al mismo tiempo por quien tenía que adorarlo... Decidió regresar.

Como un instinto sordo, algo empujó a la vagabunda a volver a aquel bosque tan interior, tan escondido, tan oscuro... tan muerto. Emprendió el viaje de vuelta, decidida, y en apenas segundos sus ojos color miel se encontraban ya frente al tronco. Sí, seguía inmóvil, inerte, dejado allí en medio y rodeado de nada. La chica, en un acceso de rabia, de ira, de rencor y de amor puro, todo junto, se arrodilló junto a él y, apoyando los brazos con el peso de la desesperación, rompió a llorar por la muerte de lo más querido. Las lágrimas brotaron como pequeños cristales brillantes y preciosos que se derramaron sobre el tronco muerto y no cesaron durante una eternidad, una tan larga que la montaña desapareció desgastada por el simple reflejo de aquellos brillantes involuntarios que, en ese momento, cubrían todo el erial del bosque.

La chica alzó la mirada y contempló atónita el paisaje que la rodeaba. Arrodillada junto al árbol, las estaciones habían pasado en un ritmo frenético y ahora eran todo destellos y reflejos alrededor, por todas partes. Las lágrimas se cortaron ante tal belleza. No podía ser así, sin embargo... ¡Sí! Aquel era el verdadero paisaje del bosque interior: tan brillante, tan precioso, tan lleno de luz... Lo había olvidado a la sombra de aquella montaña a cuya falda creció un árbol majestuoso que ahora yacía sin vida ante ella. Pero ya no estaba esa mole de roca y la luz podía escamparse a su antojo por doquier, reflejándose en la multitud de cristales preciosos que poblaban la tierra. El único objeto que enturbiaba la estampa era el tronco seco y en descomposición del árbol, que seguía ahí tirado como un recuerdo de lo eterno. Pero ahí, justo entre dos trocitos de corteza...

Los ojos dorados no cabían en su asombro. Después de tantísimo tiempo, de tanto olvido de por medio y de la aceptación de la muerte de lo más importante, un pequeño brote del color de la miel se abría paso en busca de la luz. Una vez más, sin darse cuenta, la mujer encontraba la vida que volvía a aparecer, de una belleza arrebatadora. Crecía y no luchaba por vivir, sino que parecía consciente ese brote de que la vida misma era suya. Aquella ramita nacía, una nueva sobre los restos del árbol anterior. Y esta vez crecería aún más fuere, más alto y sin la sombra de nadie.

Los ojos dorados sonrieron al fin, viendo el jardín de luz que ya casi habían olvidado, conocedores de la decisión que tomó su dueña de no ver aquella escena desaparecer jamás. Al fin todo volvía a su lugar; la muerte, como buena seguidora de la vida, daba paso a una historia nueva, a otra ilusión, a otro amor, a otro árbol precioso que, sin razón alguna, nacía en el rincón más feliz de aquel bosque interior."