"Hace más tiempo del que
muchos podemos recordar, un manto negro de oscuridad y tormenta
velaba sobre nuestras cabezas. Negros nubarrones descargaron con
fiereza sus mortales truenos, haciendo restallar los tímpanos de
media tierra, provocando una lluvia incesante y pesada, plomiza e
hiriente desde lo más hondo. El suelo del campo, el pobre, se anegó
de impotencia y resignación, abonado por todos aquellos que
quisieron defender, cuanto menos, su propia existencia. Las malas
hierbas comenzaron a crecer alimentadas por la tormenta y, al cabo de
pocos años, sus negras raíces se escamparon y agarrotaron todo
cuanto estuvo a su alcance. Así, la tierra empezaba a morir.
Pasó el tiempo y las
raíces se infiltraron en todos los rincones, y de una manera tan
ansiosa, tan ida, tan desmesurada, letal y violenta que los ojos de
aquellos que sobrevivieron a la tormenta, se secaron por fin. Hojas
negras, flores negras y lustrosas, engordadas con desolación, fueron
las que poblaron entonces lo que alcanzaba la vista. Brillantes y
oscuras, chupaban de aquél campo de moribundos sin labrar. Las malas
hierbas habían conseguido dominarlo todo a su antojo, privando del
sentido mismo de la vida a cuanto parasitaron. Y así, la tierra
murió.
Los campos resecos se
cubrían de los cadáveres inocentes de aquellos que sirvieron de
sustento a la oscuridad, que la alimentaron con su sangre: muertos,
inútiles y sin nada más que ofrecer. La muerte sólo había traído
muerte; y no únicamente del contrario, sino que acabaría provocando
la propia si el parásito terminaba definitivamente con su presa.
Además, por las mismas razones y gracias a la aridez que reinó
durante más de treinta años de sequía, el campo empezaba a
defenderse con palos y piedras, a voz en cuello contra tanta soga
ahogando su gargantas. Y a quien ya está muerto, no se le puede
matar. Era hora de un cambio que asegurase la mínima supervivencia,
una hibernación oculta que permitiese a la simiente de la mala
hierba germinar de nuevo en el futuro, en un campo en que pudiesen
volver a chupar de nuevos brotes verdes y fuertes, hasta hacerlos
secar. Se hacía indispensable una transición de la fiereza
descontrolada de medio siglo de infestación, y eso pasaba por
dormir.
De esta forma, la
oscuridad se secó y dejó que la vida regresase nuevamente a su
lugar, libre. Los campos se cultivaron una vez más, y el dulzor de
los frutos de esa época fue tal, que consiguió que consiguió
adormecer el recuerdo de esas raíces negras que, si bien tallo y
hojas habían muerto y desparecido tiempo atrás, continuaban
enterradas, latentes y a la espera del momento de brotar otra vez.
Con la confianza del olvido, con la tranquilidad de solamente tener
en cuenta el presente, ese momento del resurgir llegó pronto.
Volvieron las hojas negras que tapan el sol, de tan altas como son
ahora. Regresaron los espinos y los pies descalzos, la squía de la
tierra y la desesperación de la sed. Acabamos de nuevo bajo el yugo
de un campo yermo que debemos arar sin sentido, sin decencia, tan
solo para que las raíces negras de aquellos barros de la negra
tormenta nos dejen hundidos ahoar en estos lodos a izquierda y
derecha en esta farsa, en esta herencia endulzada y muerta de
aquellos nubarrones negros contra un campo, ahora erial.
Si una vez se alzaron
palos y piedras para defenderse de una noche opresiva que arruinó la
tierra con descaro, ahora el tiempo ha cambiado, pero laas razones
son las mismas. El suelo sigue regido y controlado por aquella
oscuridad cruel que estrangula cada ápice de vida. Ahora, que las
ramas podridas cubren el cielo, es ya momento de cortarlas una a una
y que caigan, que igual que tantos años atrás hicieron los
antepasados de esta tierra, tendremos que ser ahora nosotros quienes
las podemos."